Ars Scribendi

De Persona a Persona

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Juan Pablo Rojas Texon

 

Maine de Biran

 

En su Introducción a nuevos ensayos de antropología, Maine de Biran ‘recuerda que, siendo niño, una especie de instinto le empujaba a contemplarse por dentro como para descubrir de qué manera podía ser quien era; le causaba asombro el sentirse existir’. Y es probable que tales emociones despertaran en él a causa de la época que le tocaba vivir: el paso del siglo XVII al XVIII en una Francia enmarcada por la Revolución y el Imperio, cuyo desenlace vendría a ser la Restauración; una época de disturbios y autoritarismos en la que, no obstante, supo hallar sitio en las altas esferas de la política, primero al servicio de Luis XVI (1789), luego como administrador de la Dordoña (1795); más tarde, miembro del Consejo de los Quinientos (1797), Consejero de la Prefectura (1805), Subprefecto (1809) y Consejero de Estado (1816).

Al margen de esta atmósfera histórico-política, M. de Biran gestó una serie de ideas que evolucionaban al ritmo del entorno en el que vivía, como él mismo escribe: “Todo influye en nosotros y cambiamos continuamente con lo que nos rodea… como el oleaje de un río, unas veces tranquilo, otras agitado, pero siempre sucediéndose sin ninguna permanencia”. Así, su pensamiento puede dividirse en tres grandes momentos: sensualista, volitivo y religioso o místico. La vida sensualista, que es propiamente la vida animal, está ligada a las pasiones que perturban la vida y la llenan de amargura; por ellas, los hombres suelen ser lo que no desean y no eso que a lo que aspiran, pues ofrecen bienes ficticios, una felicidad ilusoria, ante lo que no es fácil resistirse. En palabras de Juan Segura Ruiz, se trata de una “especie de fatalidad” que pesa sobre el cuerpo.

En la vida volitiva, relacionada con lo humano, el hombre puede alcanzar una mayor certidumbre respecto a su existencia particular, su ‘yo’, cuyo fundamento o modo de ser primero radica en la actividad esencial del alma humana. Lo que intenta M. de Biran es una “demarcación bastante exacta entre lo que hay en nuestra naturaleza de pasivo y lo que hay de auténticamente activo o de libre, entre lo que de nosotros mismos depende hacer en favor de nuestra educación intelectual y moral en esta vida que nos prepara para otra, y aquello que soportamos a pesar nuestro, que no está en nuestra mano en modo alguno cambiar”. Por eso confiesa su resistencia a la adopción del mismo sistema de felicidad de esos hombres cuya sangre hierve con fuerza y se dirigen invenciblemente hacia los objetos exteriores, debido a que quienes se entregan a lo exterior no existen más que fuera de sí mismos; en suma, estaba “íntimamente convencido de que no puede haber felicidad sin una conducta sabia y conforme a los verdaderos principios de la moral”.

De algún modo, la moral está en relación con un “estado superior y permanente” que no fue hecho para el hombre de la tierra; al menos no si se aferra a sus pasiones. Sólo en la medida que el hombre se haga consciente de su miseria entenderá que “el bien y el placer no pueden resultar más que de la armonía de las relaciones”; entonces sabrá lo que es la verdadera felicidad y estará destinado a una mayor perfección. He ahí el inicio de la vida mística que comulga con el Absoluto.

Por estar durante su vida al servicio de la monarquía y anteponer la voluntad del rey a la libertad personal y de prensa, a M. de Biran no podría calificársele de ‘personalista’. Sin embargo, forma parte del árbol existencialista de Mounier debido a que profundiza en las raíces del ‘yo’ y forma parte de la primera avanzada espiritualista contra el positivismo; en suma, cual escriben G. Reale y D. Antiseri, porque su filosofía “constituye una continuada reflexión sobre la propia vida íntima”.

Que en Maine de Biran surgiera este afán por lo íntimo de la vida se debe también a su condición débil y enfermiza, que supo aceptar con una especie de “estoicismo cristiano” hasta el final y por la que nunca dejó de agradecer, pues –decía– “cuando no sufrimos, no nos acordamos de nosotros; es preciso que la enfermedad nos obligue a entrar en nosotros mismos”, para conocer mejor nuestro interior.

Alcanzado por la muerte un 20 de julio de 1824, este ideólogo francés, después de una vida de tumulto y disipación, se retiró a la soledad para vivir gustando “del placer de las pequeñas comodidades”, cada vez más lejos de los vicios, que son disonantes al alma, y más cerca de las virtudes, consonantes con ella. Así, en medio de una generación a la que consideraba envilecida, degradada y corrompida, él halló para el resto de su existencia una verdad que enseña que “la felicidad reside en nosotros mismos”.

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