¡QUÉ CALORES..!
Son las diez treinta de la mañana, subo por el barrio de la Luz encaminado a la chamba. Evado el lado asoleado de la calle, porque el insoportable calor no da tregua alguna. Al llegar a la iglesia del Corazón de Jesús me deshago de mi sombrero y me seco la mollera; cumplo con la rutina de darle los buenos días a San Rafael (para nosotros el señor Obispo Guízar y Valencia), quien sonriendo devuelve el saludo y me dice que me siente y devuelva la lengua a su lugar ya que la traigo de corbata. El aire fresco, reanima mis sentidos para apreciar a dos devotos que a esa hora deben estar haciendo sus peticiones, uno a San Judas Tadeo, y otro a San Martín.
Al salir del templo, hago cuatitos para que las puertas del negocio del Tigre estén abiertas y pueda hacer otra estación. La suerte me sonríe; me recibe mi amigo César con su infalible sonrisa y me pregunta que qué tal calor. La respuesta es inmediata, comentando que está como nunca y que no aguanto la garganta porque a lo mejor ya estoy respirando las arenas del Sahara que salieron de allá desde el mes pasado y que para atravesar los más de diez mil kilómetros y llegar a Coatepec, necesitaron de vientos muy fuertes.
No puede faltar la charla sobre la Canícula y ahí es donde empieza a trabajar mi cuerda para platicarle que mi abuela Josefina en las Puentes, Veracruz, en época de calores nos indicaba que estaba rotundamente prohibido asolearse. Era la temporada en que las heridas se “inconaban” (así lo decía, en vez de enconar). Con las parturientas había que extremar precauciones; las plantas se secaban; los frutos se caían y las hembras en los animales no se podían cruzar porque no quedaban preñadas.
Mi perorata sigue con lo de la abuela Josefina, que, con el «calendario del más antiguo Galván» en la mano, señalaba cuarenta días de duración de la CANÍCULA, iniciada en julio y terminada el día de San Bartolomé (el 24 de agosto cuando «el diablo anda suelto»). Este fenómeno natural siempre ha estado en la mente de todos los mexicanos, sobre todo en los hombres del campo, eso era de mi cosecha.
Canícula es un diminutivo de can, a partir de cannis, cuya traducción del latín, equivale a «perrita». Científicamente, se refiere al fenómeno de calor abrasivo, cuyo fundamento astronómico alude a la estrella Sirio de la Constelación del Can mayor; es el tiempo en que los rayos del sol caen directamente sobre la tierra, haciendo que el día sea muy sofocante.
La charla la interrumpe el César para darme un medicamento y aliviar mi garganta que sigue con carraspera. Me indica que el remedio es a base de azahares de mayo que le prescribió un doctor de Mahuixtlán y para que no me lo tome solo, él también se ofrece a servirse su medida pues opina que debe prevenir la epidemia. Han pasado dos horas y media y con seis dosis cada quien, la garganta ya está vigorosa pero como que se enreda el habla y como por arte de magia el calor amaina y el cuerpo se siente rozagante. El diálogo continúa sin darme cuenta que ya es hora de la comida y los que esperan en la oficina es muy probable que ya no estén.
Me fui reflexionando sobre las nuevas generaciones, que estos términos les son completamente desconocidos; la mayoría invierte sus «horas nalga» en el “feisbuc” o en el “wasaps” fomentando que la capacidad de admiración vaya agonizando lentamente. Eso sí, muy, pero muy contento hasta la puerta de mi casa, ya adentro el encanto se esfumó.
Amigos, dicen los letrados que “a cualquier dolencia, el remedio es paciencia”. Por lo pronto hay que caminar por la sombrita, esperar pacientemente que pasen los calores y que el medicamento entre a la etapa curativa para no repetirlo en días posteriores, porque una vez que las lluvias aparezcan, tendremos que prevenirnos con las respectivas vacunas, el chiste es estar sano y sin achaques. Así es que:
¡Ánimo ingao…!
Con el respeto de siempre Julio Contreras Díaz.
Escuche la versión de audio en la voz del «Jarochito»: