Ars ScribendiPLUMAS DE COATEPEC

AQUELLA CANCIÓN

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AQUELLA CANCIÓN

Aquella tarde dominical Federico conducía su automóvil al lado de Ana, su prometida. Se dirigían al centro comercial más grande de la ciudad. Ana compraría un vestido para su fiesta de cumpleaños que ya estaba en puerta. En el estéreo del auto se reproducían unas estrofas pasadas de moda: “Qué triste fue decirnos adiós / cuando nos adorábamos más / hasta la golondrina emigró / presagiando el final…”. Federico no fue capaz de contener un profundo suspiro que sin aviso se le escapó y balbuceó aquella canción. Ana apagó con brusquedad el tocacintas. “Hay demasiado tráfico”, pretextó. “No te distraigas”.

Efectivamente la circulación era estresante, pero después de algunos minutos dejaban el auto en el amplio estacionamiento. Tomados de la mano los enamorados se desplazaban por los pasillos curioseando los escaparates de los lujosos comercios. Al fin, Ana se decidió por una prenda y la llevó al probador. Federico la esperaba sentado en un pequeño sillón paladeando una rica taza de café, cortesía de la boutique.

Pese al movimiento de gente en la tienda, no se apartaba de la mente de Federico la melodía del estéreo y volvió a suspirar con la mirada fija en la nada. En sus adentros sabía que las canciones de El príncipe revivían el sentir de su corazón por Mariana. “Ay, Mariana”, musitó. “¿En dónde estarás?”. Su mente le acercó aquella feliz época de los años setenta, cuando la juventud esplendorosa le sonreía, aquellas calles y callejones con matices de provincia a las que gradualmente el progreso fue sepultando sin ningún remordimiento, al igual que a su propia historia.

En esa nostálgica escenografía apareció Mariana en su vida. No se dio cuenta de dónde llegó, pero parecía un pequeño duende que de inmediato lo perdió en sus adentros, en sus emociones y sentimientos. Esa joven de tez morena, cabello lacio acariciando sus hombros, ojos del color de la miel, sonrisa agradable y un cuerpo bien proporcionado, poseía una gracia natural, de ángel, como suele decirse. Mariana combinaba el estudio con muchas otras aficiones propias de la edad, entre ellas el deporte. Gustaba del atletismo, se le notaban extraordinarias cualidades para la carrera de fondo y, en contra de su voluntad, Federico se veía obligado a entrenar ese tipo de ejercicio para poder acompañarla en algunos recorridos a campo traviesa. Juntos disfrutaban el paisaje, las cosas compartidas, pero sobre todo su amor; ambos se lo juraban eternamente, tal cual lo cantaba El príncipe: “Tú, como yo / como tú, yo también / siempre juntos, los dos / en un mismo ideal / de vivir, de soñar / de sufrir, de gozar / de sentir nuestro amor y triunfar…”.

La vida de Federico cobró sentido, estudiaba con verdadera pasión y constantemente dibujaba planes en su mente. La fortuna le sonreía y al parecer ya sólo era cuestión de tiempo. Incluso se veía rodeado de hijos procreados con Mariana. Estos pensamientos e ilusiones los compartía con la joven y ambos reían aflorando aún más su felicidad. Mariana estudiaba arqueología y Federico era un apasionado de la antropología. Este contraste con frecuencia perturbaba la tranquilidad de Federico, pero terminaba diciéndose: “A nosotros ya no nos separa nadie. El verdadero amor llegó a mi vida sin invocarlo. No cabe la menor duda de que soy un suertudo”.

Esa época de los años setenta la ciudad todavía se sentía romántica, las canciones de “El príncipe de la canción” se escuchaban por todos lados, en especial el tema de “El triste”. Noches de luna llena y estrellas. El tiempo detenía momentáneamente su paso para que las almas soñaran. Pero la vida es incierta y un inesperado día Mariana le dijo a Federico, sin ninguna explicación: “Perdóname, pero debo irme de la ciudad y de tu vida”. El silencio se prolongó por algunos minutos, después ella le tomó ambas manos y le besó los labios, dio media vuelta y se marchó para siempre. Desde el rincón más hondo de su alma, Federico quiso gritar con todas sus fuerzas: “Espera / aún la nave del olvido no ha partido / no condenemos al naufragio lo vivido / por nuestro ayer, por nuestro amor / yo te lo pido…”.

Ese agudo dolor jamás fue extirpado del corazón de Federico. A partir de esa fecha se volvió un empedernido coleccionista de las canciones de José José y en su hogar, como tesoros, guarda con cariño todos los álbumes. En esas canciones encuentra la presencia de Mariana, trocada en una triste poesía que, en su soledad, desde la lejanía, logra percibir esa dulce voz en sus oídos.

La brusca voz de Ana lo hizo reaccionar: “Tiene rato que estoy a tu lado, seguramente estás pensando en aquella canción”.

 

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx