Ars ScribendiPLUMAS DE COATEPEC

ARDE LA MONTAÑA

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ARDE LA MONTAÑA

La tarde pardeaba, José María salió de su jacal a tomar fresco, se sentó en un tronco que acondicionó como silla. Buscó en la bolsa de su pantalón una cajetilla de cigarros y lo encendió, así espantaba los moscos de la tarde. Pensativo por la sequía miraba a la distancia. Detrás de un hermoso oyamel comenzó asomarse la luna, ausente de su color blanco, su rostro era anaranjado intenso. A José María se le escapó un suspiro y dio otra profunda fumada al cigarro, el humo lo exhaló lentamente en busca de la tranquilidad. La mirada la dirigió hacia otro punto de la montaña, de un salto se puso de pie. Le llamó la atención una luz rojiza en la ladera de un cerro. No estaba seguro lo que imaginaba. Le avisó a su esposa y de prisa fue en busca de su compadre Miguel. José María le señaló con el dedo índice de su mano derecha en una dirección.

–Compa, tiene usted razón, es lumbre –dijo Miguel con voz de preocupación.

 

            En media hora la gente de la ranchería miraba consternada como el fuego devoraba la montaña, el fuego crepitaba constantemente ¿Quién hizo esta maldad? Se preguntaban con desesperación, muchos ojos se llenaron de lágrimas. Surgió otra pregunta ¿Cómo sofocar el fuego? ¿cómo detenerlo? Los pobladores se encontraban frente a un grave problema y no sabían resolverlo. El viento se encargó de llevar la voz de pueblo en pueblo. En realidad, no era necesario, pues ese infierno se delataba por sí mismo y a cada instante se agigantaba más y más. Personas que transitaban por la carretera se detenían a la altura de Barranca Grande. De ese punto apreciaban el triste espectáculo en toda su magnitud. Nubes de humo ascendían al cielo. Los animales que podían escapaban a toda prisa de lo que fue su hogar, insectos, gusanos, libélulas y arañas entre miles de animales morían devorados por el fuego, nadie podía salvarlos, eso daba tristeza.

Pocos imaginaban la desgracia de la flora y la fauna terrestre que perdía su cobijo, su casa, el hogar. La libertad de volar a placer o desplazarse bajo la sombra de verdes árboles que exhalaban oxigeno por todos sus poros, perdían también su alimento y la paz que, por derecho les corresponde. Pues son parte del equilibrio de la humanidad. Todo se consumía con suma rapidez.

            Los días seguían sucediendo, el fuego ganaba terreno, parecía un demonio castigando injustamente la naturaleza, ni quien se le parara enfrente. Es un elemento

sumamente poderoso, en ese momento devorar la vegetación era su propósito. Los naturales de los pueblos y rancherías que circundaban la montaña comenzaron a organizarse con la finalidad de salvar la sierra. Primero solicitaron ayuda a las autoridades municipales correspondientes de esa región de alta montaña, les respondió el silencio. Las ideas fluían y se escapaban, la impaciencia y la desesperación estaba presente ¿qué hacer, a quién recurrir? Los poblados serranos se convirtieron en trajín. El patrimonio de muchos estaba perdido el de otros peligraba. Nadie con poder parecía ocuparse del siniestro. José María tomó la iniciativa.

            –Compadre, vamos a unirnos.

            –Mañana compadre, nos manifestaremos frente al palacio de gobierno en la ciudad de las flores –contestó Miguel.

            Al día siguiente un grupo de pobladores serranos, desde la plazuela histórica, exigían la intervención del gobierno del estado para apagar el fuego que consumía a la montaña. El tráfico vehicular se entorpecía y los conductores reclamaban. Las voces de los afectados solicitaban ayuda, el silencio parecía una muralla que no dejaba pasar ese clamor. Mientras la lumbre continuaba devorando la vegetación. Tenebroso espectáculo alejado de la ciudad, parecía el infierno de Dante, pero el del poeta quemaba a los pecadores, este quemaba la vida silvestre, esa era la diferencia. Las oraciones subían en busca del autor de la creación, pero al igual que en el palacio nadie respondía. Los días seguían su curso; en la distancia se apreciaban nubes de humo que se separaban de lo quemado. La montaña pedía auxilio, el constante crepitar parecía el dolor de las heridas causadas por las llamas, las cenizas convertidas en panteón de flora y fauna.

            José María y su compadre Miguel formaron un comité. Por la mañana salieron de sus pueblos decididos a bloquear las carreteras. Lo hicieron a la altura de la Florida. Un tapón humano impedía la circulación de los coches y camiones. La ciudad debería hacer conciencia lo que estaba pasando en la montaña. Soportaron las primeras amenazas de la autoridad bajo el ardoroso sol y escases de agua, tenían la piel lastimada y la garganta reseca. Un bloqueo más lo hicieron en Puente Seco, punto.  La prensa escribía la crónica para las planas de los periódicos impresos y digitales, las redes sociales hacían lo propio. Finalmente, la fuerza pública los retiró. Este hecho enardeció a la población, que poco a poco se iban sumando en ayuda de los necesitados. La voz del pueblo se acrecentaba y se hacía fuerte.

            Los pueblos se unieron y formaron punto de apoyo en diversos lugares convocando a la gente a donar herramientas, medicamentos, agua, sueros, todo los que se requería para apoyar a los valientes que enfrentaban el siniestro, pelear con el fuego no es nada fácil. Voluntarios, brigadistas, bomberos, policías, militares, en fin, un equipo humano combatiendo a un gigantesco elemento natural: el fuego.

            La presión hablando a los gobiernos poblanos y veracruzanos. Enviaron flotillas de helicópteros para regar agua sobre la lumbre, la arrojaban sobre la montaña herida de muerte. No fue suficiente. El fuego se manifestaba en todo su esplendor, invencible, aseñorado, dueño de sí mismo. El crepitar de helechos, yerbas y árboles se tornaba en un lamento fúnebre, agonía y muerte. El hogar de la flora y la fauna terrestre destruido por completo. Las lenguas de lumbre quemaban hectárea tras hectárea de virginales montes. Los pobladores se unieron espiritualmente y comenzaron a invocar la presencia divina. Oraban con fervor, convocaban la fe. La gente perdía su patrimonio, la sequía del año cobraba altos dividendos. Pero una tarde, cuando todo parecía perdido comenzó a soplar aire frío, muy frío, como si lo enviara Eolo en ayuda de la montaña. El cielo se tiño de cirrosas nubes, parecían un ejército aéreo dispuesto a combatir. Los rayos del sol quedaron obstruidos por completo, solo el fuego iluminaba la semi oscuridad de la tarde creando una atmósfera crepuscular.

            Serían las catorce horas, el aire cada vez más helado como si Bóreas se hiciese presente, las nubes más oscuras, como en las épocas homéricas en las que Zeus intervenía con su poder, comenzó a llover. Fue el inicio de una batalla entre dos elementos naturales: el agua y el fuego. Las primeras gotas el fuego las evaporaba con rapidez, nada le hacían, no eran suficientes para calmar su furia, para vencerlo y doblegarlo. Las nubes abrieron todo el vientre, entonces toneladas de agua comenzaron a descender a la tierra, a mojar el corazón del fuego, aunque este se resistía a morir se escuchaban sus lamentos, también se sintió herido y comenzó a ceder. El ataque de la lluvia tomaba fuerza, pues cada vez llovía más fuerte, un espectáculo llamativo en el seno de la naturaleza, dos gigantes combatiendo por la supremacía. Bajo el aguacero la gente salió de sus viviendas para ser testigos de ese combate entre la lluvia y la lumbre. La lluvia se irguió victoriosa, la montaña dejó de arder, el fuego se extinguió por competo, José María elevó la vista al cielo y se santiguó.

 

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx