Ars Scribendi

AURORA

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ARS SCRIBENDI

Rafael Rojas Colorado

 

En aquella oscura noche, vagamente se escuchaba el melancólico canto de los grillos y la sollozante voz de la tía Trinidad rezando, que la bendición de Dios Padre, Dios hijo, Dios espíritu santo y también la mía, te acompañen a lo largo de tu existir. Ella me persignaba guiando la mano del cuerpo inerte de mi madre que había dejado de existir. Abundantes lágrimas asomaban a mis ojos frente a su cadáver.

Aquel 3 de junio de 1963, mi mamá se recuperaba en su cama de una enfermedad, los vecinos murmuraban el deceso del papa Juan XXIII, vagas noticias llegaban por la radio. Al provinciano barrio de Zamora nada lo perturbaba, todo parecía estar en calma. Así transcurrió el día.

A las once de la noche plácido dormía, de pronto, me despertó la angustia de un desesperado grito que se aferraba a seguir viviendo ¡tía, tía, me ahogo! Esas fueron las últimas palabras que escuché de la voz de mi madre antes de que se apagara su vida. La sangre que fluía por su garganta terminó con su existencia ante la impotencia de los familiares que, de prisa, acudieron para auxiliarla. En el peso de la noche se fue propagando la noticia, en el caserío se encendieron las luces. Los vecinos fueron llegando a expresar el pésame a los dolientes, pronto se fusionó el olor del incienso con la frialdad de la tristeza, sollozos, lamentaciones y oraciones por la difunta, las veladoras ofrecían un matiz crepuscular, las flores silvestres de los huertos destilaban su aroma.

Mi edad, apenas once años, el frío de la orfandad y la soledad lo recibí en lo más hondo de mi ser. Mi padre estaba ausente; las espesas sombras de la noche hacían más agudo el dolor, mi tristeza y sufrimiento, por un momento me sentí completamente solo en el mundo, a la deriva.

Mi madre fue una joven alegre, le gustaba bailar, reír y organizar con sus amigas las fiestas y tradiciones del barrio, entre las más vistosas, las del espíritu decembrino. Fui su único hijo, por lo que sus atenciones y cariño estaban inclinados a mi persona. Gustaba llevarme a la matiné, a las luchas, al río y me enseñaba a rezar. La felicidad estaba de mi lado, juegos, fantasías y también algunas travesuras por la que recibía un merecido castigo. Todo me sonreía en ese entorno de familia y de niñez. Me sentía libre y el tiempo parecía no transcurrir, los días eran interminables. Pero todo cambió aquella trágica noche en la que, a mi madre, se le escapó la vida, lo más triste es que aún no cumplía la edad de treinta años.

De aquel día han transcurrido 55 años y jamás he olvidado esos crueles instantes que le arrebataron la vida, dejando en mi ser un vacío existencial que a diario me acompaña. Siempre pienso en ella, su recuerdo está vivo en mi ser, aunque a su rostro ya no consigo verlo con tersura. A menudo me pregunto ¿Cuántas cosas hubiésemos compartido en la vida? Con toda seguridad, la embriagaría de felicidad mi boda, la llegada de cada uno de mis hijos, o tal vez aconsejándome en los momentos difíciles de mi existencia. Incalculable es el amor de una madre.

Pero la realidad fue otra y a estas alturas todavía no se aparta de mi pensamiento aquel frágil cuerpo al que se le ausentó la vida, su largo y quebrado cabello parecía ser la almohada sobre la que su cabeza reposaba el sueño eterno, sus ojos ya carecían de luz y sus labios no volverían a sonreír; ya nada podía hacer por su hijo, todo estaba terminado para ella. Su tez perdió el color y se tornaba pálido, su vida fue precoz, pero algo de ella sigue respirando en mi cuerpo y en los rasgos conducta, así lo siento en mí palpitar.

Hoy, se me escapa un suspiro que viaja hasta el pasado, parece expresar infinita ternura y gratitud, parece decir, Aurora, gracias por brindarme la oportunidad de nacer y ser una realidad y no solo un sueño de tu imaginación.

 

 

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