Especial

Chita

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Eva Pérez Chávez

 

A su padre siempre le había gustado tener animales en su casa: perros, cotorros, gallinas, cerdos, tortugas, peces, hasta una zorra y un lagarto. Estos últimos los donó a un zoológico. En una ocasión llegó de su trabajo con un mono araña bebé, cómo de veinte centímetros de altura, sin contar su larga cola. Los siete hermanos quedaron encantados con el changuito y le pusieron Chita, por nombre. No podía estar suelto pues era muy inquieto, siempre saltando, colgándose con la cola, en donde podía. Le daban mamila. Su padre dijo, como a la semana, que Chita le había traído suerte, y le contó a su esposa e hijos lo sucedido.

 

Resulta que en el tren en el que trabajaba, subió el señor que llevaba al changuito, le dijo que lo vendía. Él pensó en sus hijos, en cómo les iba a gustar tener esa mascota. Se pusieron de acuerdo en el precio y lo compró. Como no podía dejarlo solo, se lo colgó en la espalda. En la siguiente estación subió un señor que vendía billetes de lotería —Ora jefe, cómpreme un billete—. Dijo el señor. —Enséñame cuáles traes—. Se acercó, y antes de darse cuenta, el monito alargó su brazo y le quitó el billete. —¡Devuélveme eso, maldito chango! Gritó el vendedor de boletos. —Ya lo rompió—. Mientras quitaba al changuito el billete le dijo —No se preocupe, yo se lo compro—. Y lo dobló para guardárselo.

 

No recordó el incidente hasta ese día en que le contaba a su familia: —Gracias a Chita me saqué la lotería—. “¿Queeeeeé?” Dijeron todos a una voz. —Sí. Ayer subió el que vende la lotería y me dijo que mi billete salió premiado. No quise decir nada hasta estar seguro. Vi la terminación y me saqué el premio mayor. Los niños reían, corrieron a traer a Chita, lo premiaron con un plátano. El premio consistió en $30,000 pesos, pues sólo compró un cachito.

 

A partir de entonces Chita, que vivía encadenado a la barda de tela de alambre, era feliz. Todo mundo lo quería, pasaba la gente y le daban golosinas, cacahuates, lo que fuera; él devoraba feroz. Los niños lo bañaban, lo perfumaban, jugaban con él un rato, pues su alboroto no le permitía estar más tiempo con ellos.

 

Un día aciago de mucho calor pasó el paletero. El papá les dio dinero y todos los niños se compraron su paleta. Chita saltaba y chillaba, parecía decir: “aquí estoy, ¿no me van a dar paleta? El paletero tomó una paleta roja y se la dio, Chita se sentó en lo alto, a comer paleta como uno más de la familia. Los chicos se metieron y no supieron más de Chita.

 

Al obscurecer lo fueron a meter. Chita colgaba de la cadena, ¡estaba muerto! Los niños gritaban: “¡No, Chita, no te mueras!” El padre buscó algún indicio, saber qué le había pasado. Sus hijos lo ayudaron. De pronto el hijo mayor dijo — ¡Papá, Chita se comió todo el palo de la paleta!—. Su padre lo tomó y tocándolo del cuello y dijo — Si hijos, se lo tragó entero—.

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