Especial

Cuando Dios da…

Comparte

 

 

Juan A. Morales.

 

                        Luché mucho para tener una hija, y de golpe y porrazo me llegó una adolescente y un chavalillo. Desde la secundaria Adolfo me propuso tener intimidad. En la prepa acondicionó su cochera para disponer de libertad y dejó la escuela para trabajar en el ingenio. Cuando ingresé al octavo semestre de Ingeniería en Sistemas de cómputo fui a su casa y regué el tepache.

Por los tatuajes y la musculatura, Adolfo tenía aspecto de malvado, y mi mamá me regañaba —Dicen que es un piojoso—. La pobrecilla nunca distinguió entre hippioso y piojoso, por eso quería engatusarme a un soporífero intelectual llamado Alvarito <<Es estudioso y de buena familia>> decía. Con Alvarito había mucho libro y poesía, pero nada de nada, ¿Y quién dijera que llegaría a ser un prestigiado ginecólogo? Entré en pánico por traicionar a mi madre, que siendo viuda, esperaba mucho de mí, y con un retraso de tres meses, sin duda estaba embarazada. Solicité baja temporal en la universidad y entré al infierno de mi suegra. Rogué a Dios que me ayudara a cambiar a ese hombre pendenciero, borracho y celoso, pero no me escuchó, y entre las chicas, Adolfo seguía siendo el más popular del barrio.

Me esforcé con la casa, con la ropa y hasta aprendí a guisar, pero Adolfo, con la complicidad de su madre, regresaba tarde, cenaba y se iba al billar. Una noche que pensaron que yo dormía, escuché a su madre decir <<Búscate otra que trabaje>>. Pero yo trabajaba y ella quedaba bien con sombrero ajeno <<Necesitas una potranca que te dé hijos, porque las mulas son híbridas>>. Tenía que embarazarme.

Desde la primera consulta Alvarito me confesó <<Rosita. Yo tengo a las mujeres que quiero, porque quiero a las mujeres que tengo>>, y bien distribuidas las tenía. Dormía con la esposa, desayunaba con su amante, cenaba con la querida, con ninguna comía y con todas hacía el amor, que por cierto, no lo hacía mal, ¡bueno, eso dicen! —Usa preservativos, me ordenó, ¡tienes una tremenda infección, pero no estás embarazada!—. Se la menté al desgraciado Adolfo.

Cambié de imagen, compré perfumé y ropa interior, hice zumba y dieta especial. Para él: ostiones, sopa con ajo y ginseng… pero nada. Una mañana encontré en su pantalón un jaboncito “Rosa Venus” y saqué conclusiones, pero coincidió con otro retraso y tenía cita con Alvarito, quien ordenó un estudio exhaustivo y me informó —Es un embarazo psicológico—. Por la tarde mi suegra andaba muy misteriosa, hizo un paquete y salió apresurada, pero olvidó el ticket sobre la mesa y descubrí que compró pañales para bebé. ¡Por eso visita tanto a su “comadre”!, deduje, y la seguí en un taxi. Al llegar a la colonia ya la esperaba una chica flaca y ojerosa con su bebé en brazos. ¡Me vieron la cara! Con veintidós años me sentí decrépita. Pensé “Si él me pone cuernos de vaca, yo se los pondré de alce”. Y así fue, hasta el día que yo, mientras salía del Motel, él entraba. Nos separamos.

Regresé a casa de mi madre. Todo había cambiado. Don Gumaro, un hombre que la cortejó durante dos años se justificó —Nunca falta un roto para un descosido—. Agradecí la cena y me despedí para ir a un hotel, pero él se opuso —No Rosita, fíjese que yo siendo un viejo, estudio la preparatoria abierta, y usted debe regresar a la facultad— Y regresé. Con la ayuda de mis compañeros estudié mucho para olvidar mi fracaso, aunque tuve que mantener a raya los requiebros de Gerardo, un chico amante de la robótica; pero como quedé acostumbrada a retozar, y Gerardo no está del todo mal, experimentamos <<Si te embarazo, decía ingenuo, mis padres tendrán que aceptarte>>. ¡Valiente amigo! Nos titulamos y a pesar que Gerardo es cinco años menor que yo, nos casamos. Formamos una empresa de “Mantenimiento de Redes y Servicios Informáticos”. Y nos iba bien.

Mi madre solía decir que para retener al marido debía adivinar sus pensamientos y adelantarme a sus necesidades, pero fue inútil. Una noche que las nubes huían y la luna jugaba escondidas entre las araucarias; del cielo añil, tachonado de cocuyos, se desprendió un lucero que dibujó un arco luminoso cuando rasgó la noche —Pide un deseo— me dijo —Quiero tener un hijo— contesté sin darle importancia y pregunté cuál era el suyo —Ya se cumplió—. Me sentí alagada porque pensé que se refería a mí, pero aclaró —Gané una beca. Salgo mañana a Canadá—. Nuestro proyecto de vida se derrumbó. ¡Otros cinco años perdidos! A los treinta quedé hecha una anciana. Mi duelo duró dos años.

Un día acudí a un Cibercafé para dar mantenimiento a la red y conocí a la ingeniera, feminista y dueña del establecimiento: Maruja. Que por esos días había emprendido en Facebook y Twitter una lucha por el respeto a la diversidad de género y esgrimía argumentos demoledores. Iniciamos una amistad que duró año y medio. Entre disgustos y encontronazos ideológicos me demostró que yo había pasado mis mejores años complaciendo a los demás, cuidándome del qué dirán y sin pensar en mí. Cuando decidió salir del “closet” me hundió en un mar de terribles confusiones. La mandé al diablo. No quise ser su aprendiz de bruja y me mudé a un departamento compartido.

Al separarse de su amante, Artemisa me invitó a mí a vivir con ella para compartir los gastos. Vivía con dos hijos suyos y dos de Diana, su hermana gemela, que emigró para trabajar en Cancún. Artemisa me dijo —Es tu oportunidad, adopta a mis sobrinos—. Lo pensé y recordé que Maruja decía <<No desdeñes posibilidades, experiméntalas>>. Quería yo hijos propios y visité a Alvarito. Ordenó estudios que revelaron mi incapacidad para producir óvulos y la razón por la que me salen bigotes. El diagnóstico fue “Trastorno de identidad de género”. Busqué una segunda opinión, esta vez dijeron los especialistas <<Es síndrome de incongruencia de género>>. —¡Vayan al infierno. Soy y me siento mujer—; aunque la verdad es que dentro de mí hay reminiscencias masculinas, pero no soy el único caso. Hay 72 formas diferentes al mío.

Inicié los trámites para adoptar a una adolescente y a un crío, y surgieron problemas legales y con los chicos que no me aceptaban; pero la tía Artemisa obró milagros y aprendimos a respetarnos, a discutir y analizar las circunstancias que vivimos y ahora soy tía y madre; después ya veremos, pues como dice Alvarito: cuando Dios da, hasta los costales presta.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *