De libros y otras aventuras
Por Estefanía Arista Palacios
La gente dice que no se puede comprar la felicidad pero tenía muchísimo tiempo que no era tan feliz y el precio fue un boleto de Volaris, de camión y boletos para cinco días en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Para una completa bibliómana como yo, un evento de la magnitud de la FIL es un castillo de reyes, o la mansión donde podría quedarme a vivir toda la vida. Miles de padres, mamás, niños, novios, esposos, hermanos hacen fila afuera de la Expo Guadalajara para comprar boletos o esperar a que abran las puertas. Y en cuanto se cruzan las puertas todo el público tiene un motivo para estar feliz: ya sea porque encontraron un libro casi desaparecido, por entrar a una conferencia casi llena (con autores como Elena Poniatowska hasta Mario Vargas Llosa) o porque gracias a que el país invitado de honor este 2013 es Israel, se cumple su deseo de ver a su escritor favorito (me atrevería a decir que una de las mejores voces de nuestra época).
Como bienvenida está el Pabellón de Israel, construido con tablas de madera que se apilan en cubos y forman un anfiteatro o libreros o hasta bancas para sentarse. Telas blancas cuelgan del techo y letras transparentes e iluminadas en español y en hebreo dicen Israel, con las que personas de múltiples nacionalidades se detienen a tomarse fotos. El resto del lugar está atiborrado de gente que camina en todas direcciones y stands con más de cien editoriales, decoradas con luces, fotos y frases de autores, letras colgantes con la gama de colores de arcoíris en los libros y en el techo. Se dividen en avenidas de cuentistas, novelistas y poetas, donde más de uno de las personas que transitan por éstas (y por las calles de la A a la N) son dignos de cargar con dichos títulos.
Es probablemente cierto que, como dijo Juan Villoro en una entrevista, “la FIL es más un fenómeno de la industria que uno cultural”. Muchos de los que entran probablemente no han leído un libro en su vida, pero disfrutan a lo grande del buffet israelí con falafel y kebabs –comida típica de Israel – o de pasear por los pasillos luminosos en compañía de sus amigos. Otros compran compulsivamente y algunos libros se agotan en menos de cuatro horas, las bolsas van llenas de revistas, novelas, cuentos para niños, plumas y hasta talavera de Puebla que se vende en uno que otro stand. Es una manera en la que las editoriales se enriquecen, y por cada persona que entra van seguros unos veinte pesos. Y puede ser que muchos de los libros que se compraron –y que sin duda se robaron, ya que no ha de resultar tan difícil escabullirse entre el tumulto de ovejas presentes –no se lean y se empolven en un estante que planea decir “soy intelectual”.
Sin embargo, a mí me gusta pensar en la magia que me transmite estar en un lugar como esté. La magia de los libros y la magia de las personas que lo escribieron, porque sin duda alguna, cada libro carga con una forma de vida diferente, con un universo posible que es un reflejo o un opuesto del nuestro. Al abrir cualquiera de los libros que queramos leer, descubrimos otra forma de ver el mundo, de vernos y de ver al otro. Una nueva ideología, una nueva forma se sonreír o de amar. Y ni mencionar al tumulto de grandes autores israelís que de manera milagrosa nos llegan traducidos al español: David Grossman, Amos Oz, Etgar Keret, Ronny Someck, Batya Gur, entre otros.
Me gusta creer en que venimos a llenarnos de color, de conocimiento, de sonrisas, de tragedias. A hacer todo lo que involucra leer. Como lo dijo Grossman en una conferencia: “hay tantas posibilidades dentro de nosotros y a veces no las exploramos por miedo”. Esta semana decidí explorar Guadalajara y una faceta aventurera de mí que no conocía del todo, porque cuando leemos tenemos la posibilidad de ser otra persona. Y en la FIL somos ilimitados.