Ars Scribendi

De Persona a Persona

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Juan Pablo Rojas Texon

 

Jean Lacroix

 

En medio de una Europa desgarrada en la que era preciso rehacer a la persona desde un aspecto individual y comunitario, en medio de ‘un tiempo que no es el del diálogo sino el de los conflictos’, Jean Lacroix considera –igual que Marx y Heidegger– que la finalidad de la historia no es el sometimiento del mundo, sino el pleno desarrollo de un “hábitat humano”, pues la historia progresa verdaderamente a medida que el hombre se va haciendo persona; en efecto, “el papel fundamental de la historia es la personalización, la formación de las personas”.

Para formarse como una persona el hombre debe entender que, en esencia, él es, por un lado, individual y, por otro, social. La divisa de su individualidad la constituye el cuerpo, ya que es lo que le sitúa en y le compromete con el mundo; es el cuerpo lo que le hace ser uno y no otro. La corporeidad como tal es contingente, debido a que el hombre no sólo es su cuerpo. Pero a la vez la corporeidad resulta necesaria, ya que, al ir acompañado siempre de ella, el hombre también es su cuerpo. Querer prescindir de la corporeidad es como querer dejar de estar y, por ende, querer dejar de ser.

Sin embargo, Lacroix entiende con el resto de los personalistas que el hombre no puede darse a los demás sin antes haberse pertenecido a sí mismo y esta pertenencia sólo puede suscitarse por la correlación del pensamiento y de la acción, porque un pensamiento que no deviene en acción es un pensamiento impotente y una acción que no es movida por un pensamiento es una acción irresponsable. Así, la pertenencia individual ha de entenderse como el fundamento de la apertura social.

“El desarrollo de la persona”, dice Lacroix, “no consiste en exacerbar ni disolver la individualidad, sino en armonizarla” con la sociedad; “el individuo y la comunidad son dos términos antitéticos y complementarios que la persona utiliza necesariamente para existir y realizarse”. Como individuo, el hombre se sabe aislado de su entorno, constituido en sí mismo, mas como ser social entiende que sin relacionarse con otros no puede vivir, pues “la relación no es un atributo, sino el constituyente mismo de la persona”. De ahí que “pertenecerse y darse sea el ritmo de la vida personal”.

Mientras el individuo es cerrado por suponerse autónomo, la persona es abierta a los demás, porque sin ellos se reconoce incompleta, y sólo se desarrollará y realizará multiplicando sus relaciones con otras personas. Por ello, la apertura que tiene hacia los otros es el inicio de la relación y la relación, a su vez, da sitio al amor entre las personas, ya que éstas son por, para y en la humanidad. Tal es la verdad madre del personalismo de Lacroix: “amar es quererse como persona”.

Lo que caracteriza al amor es que no existe más que para quienes, al menos, son dos en el mundo, para quien es plenamente consciente de la personalidad y el sentido del otro, para quien entiende que no puede ser sino en función de otro y afirma desinteresado el valor absoluto de aquel al que ama subordinándosele. “Amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos lo mismo y avanzar en la misma dirección”; “es hacerse cada vez más uno mismo sin jamás dejar de ser dos”.

En consecuencia, toda persona ‘es’ sólo porque es amada; la fuerza del amor radica en que transforma al ‘se’ en un ‘nosotros’, cuyo ‘yo’, mientras más ama al ‘tú’, más se ama a sí mismo, al grado que “el amor de sí es un perpetuo movimiento de amor hacia el otro”; perpetuo debido a que nunca termina de llegar a ser sí mismo, hasta que se abre al amor supremo y perfecto de Dios que viene a constituir la parte más íntima de su ser.

Lionés perteneciente a una familia tradicionalista, Jean Lacroix fue un hombre que pensaba como vivía y vivía como pensaba y hasta en eso se igualó a su inseparable amigo y “hermano espiritual” E. Mounier, con quien funda la revista “Esprit”. Sobre ellos dice Carlos Díaz algo tan cierto como bello: la suya “es la historia de una amistad fraguada en el acero de la acción reflexiva, no en el té de los domingos por la tarde”.

Cristiano militante colaborador del enérgicamente laicista diario Le Monde, Lacroix se echó a dormir el sueño eterno un 27 de junio de 1986 en la ciudad que lo había visto nacer 85 años atrás, convencido de que la renuncia al poder y el espíritu de servicio que enseñan el Antiguo y Nuevo Testamentos constituyen el espíritu mismo del cristianismo y personalismo; por eso a ambos, teniendo ya todo un pasado, les espera un gran porvenir.

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