De persona a persona
Juan Pablo Rojas Texon
Henry de Lubac
En 1946, luego de cuatro años de aguardar en la oscuridad, ve la luz “Sobrenatural”, una de las obras más esenciales de Henry de Lubac, cuyo objetivo era “restablecer el contacto entre la teología católica y el pensamiento contemporáneo o, al menos, eliminar un obstáculo de base para este contacto, no en vista de una “adaptación” cualquiera a este pensamiento, sino más bien en vista de permitir entablar un diálogo con él” (Memoria, 34). Ese “pensamiento contemporáneo” al que se refiere de Lubac era fruto del llamado Modernismo, un movimiento intelectual que brilló principalmente en Francia e Italia, a finales del siglo XIX y principios del XX, con miras a reformar el régimen católico romano desde la raíz, ya que ponía en duda dogmas tan esenciales como la omnipotencia de Dios y la revelación.
En 1864, S.S. Pío IX ya había publicado el “Syllabus Errorum”, un catálogo que condena ochenta de los errores más graves de la época moderna; por ejemplo, aquel según el cual “hay que negar toda acción de Dios sobre los hombres y el mundo” (I, 2); o bien: “Las profecías y milagros, expuestos y referidos en las Sagradas Escrituras, son ficciones poéticas, y los misterios de la fe cristiana son el resultado de investigaciones filosóficas; y los libros de uno y otro Testamento están llenos de mitos; y el mismo Jesucristo es una ficción mítica” (I, 7). Por eso, no es casualidad que, en 1907, S.S. Pío X señalara al modernismo como “un conjunto de todas las herejías” (Encíclica Pascendi dominici gregis, núm. 38), ni que tres años más tarde promulgara el motu proprio “Sacrorum Antistitum”, que contenía el Juramento antimodernista.
A causa de tal agotamiento cristiano, de Lubac afirma a Dios con todas sus fuerzas; asegura que el hombre está abierto a Dios, porque ha sido creado con un fin sobrenatural. Esta apertura le viene al hombre de su espíritu, el cual fue hecho y traído por Dios. Por eso, el espíritu es deseo de Dios. Sin embargo, “el espíritu no desea a Dios como el animal desea su presa. Lo desea como un don. No busca poseer un objeto infinito: quiere la comunicación libre y gratuita de un Ser personal” (Sobrenat., 483). Así, de Lubac procura dejar bien claro que el deseo de Dios no es una exigencia, pues “el ‘yo que aspira’ no es un ser que reclama” (Ibi, 484).
Ahora bien, si el espíritu desea a Dios que se dona libremente, en la iniciativa de su puro amor, es porque “Dios quiere para nosotros este fin sobrenatural que consiste en verlo” (Ibi, 486-7). De ahí que en ese deseo natural del espíritu debamos descubrir la propia llamada sobrenatural de Dios; en efecto, esta llamada por ningún motivo ha de entenderse como extrínseca, venida de fuera, sino como inmanente, en tanto que el espíritu se le ha concedido al hombre con ese fin trascendente. Tampoco quiere decir que ‘Dios está obligado a darse al hombre porque éste lo desea; más bien ocurre que Dios quiere darse al hombre y, en consecuencia, el hombre está obligado a tender a poseerlo’ (cf. Ibi, 489).
De este modo, de Lubac combatió el naturalismo y el extrinsecismo, posturas que atentaban contra la reflexión teológica de la época, dado que apoyan la tesis según la cual el hombre puede y debe ser comprendido sólo en relación con las cosas y los seres del mundo natural. De Lubac las combate porque creía, con santo Tomás, que “el fin último de la creatura racional excede su misma facultad natural” (Compedium Theologiae, 144). Esto significa, en palabras de Luis Fernando Valdés, que “la creatura espiritual no está encerrada en los límites de una naturaleza, sino abierta al infinito, y esa es su grandeza”.
Discípulo de Maurice Blondel y maestro de Hans Urs von Balthasar; llamado a filas en la Primera Guerra y miembro de la Resistencia francesa durante la Segunda; jesuita prófugo de la Gestapo, más tarde colaborador del Concilio Vaticano II; amigo de E. Gilson y nombrado cardenal por Juan Pablo II a los 87 años; Henry de Lubac fue un “mártir de la verdad” que dedicó su vida –sin perder un solo instante y sin dosis de amargura– a enraizar el cristianismo en la intimidad de su tiempo. Al día de su muerte, el 4 de septiembre de 1991, había escrito unas diez mil páginas, entre las que se halla una cita de su entrañable Teilhard de Chardin que, sin duda, supo hacer suya: “He sentido verdaderamente lo que existe de formidable en el “fenómeno cristiano”: esa seguridad inconfundible, única en el mundo moderno, de estar en contacto directo con un centro personal del universo”.