Dejar de existir
Juan A. Morales.
En el hospital, poco antes que deje de existir, Alejandro piensa en Leslie y Mitilene, sus hijas gemelas, y en Mario, el mayor. Sabe que ya no lo verán, que guardarán un mal recuerdo de su padre, y que jamás lo perdonarán. Pero la vida es así, no se puede ser condescendiente con todos, y postergar las necesidades vitales para no molestar a la familia; por eso decidió terminar con los días de Alejandro, y está a minutos de lograrlo, con el apoyo de excelentes médicos.
—¿Está seguro del paso que va a dar?— pregunta el médico, al tiempo que le extiende el formulario que Alex llena y firma. El cirujano ceñudo y seco, sin leer el documento lo pasa a su adusto compañero quien lee cuidadosamente y hace notar que falta la firma en el recuadro cuya cláusula excluye de responsabilidad al hospital. Le regresa la hoja al paciente que firma y molesto pide que procedan lo antes posible.
El sufrimiento lo soportó desde la adolescencia, cuando notó que algo no estaba bien en su cuerpo y en su mente. La morbosa idea del suicidio rondó insistente, porque así castigaría a su padre, ese hombre severo, pendenciero y mujeriego, y de paso a su madre y a sus puritanos parientes. Mientras tanto envidió la atención que prodigaba su padre a Melisa, su hermana, a quien compraba menjurjes, zapatos y vestidos con mucha frecuencia, mientras que a él no le compraba ni los útiles escolares. —Apuesto que te gustaría ser niña para que te consintiera papá— le dijo su hermana una navidad, y muchas veces aguantó la humillación, hasta que cumplidos los dieciséis años encontró un paliativo: la novia.
Pronto contrajo matrimonio, aún sin tener trabajo. Su padre recibió de mil amores a Fortunata en el seno familiar, y en poco tiempo —merced a que la chica, siete años mayor que Alex, tiene extraordinarias habilidades mercantiles— se hicieron independientes, y pronto llegaron hijos. Ahora con treinta años y después de leer historias sobre la muerte asistida, se le ocurrió una buena salida para poner fin a su angustia de años.
—Sabe usted que no hay retorno ¿verdad?— se asegura el médico —más viejo y versado en las prácticas quirúrgicas irreversibles— que el paciente esté seguro de lo que quiere y asuma la responsabilidad de su decisión. En eso recuerda Alex el último pleito que tuvo con Fortunata cuando le reclamó porque escuchó el rumor que ella tiene amante —Lo que me molesta, dijo, es que siempre el marido es el último en saberlo—. Contrario a lo esperado ella no lo negó. Lo encaró y le restregó en la cara su rabia —Maldito huevos fríos. Gracias a Dios, mis hijas y mi niño tiene cada quien su propio padre—. Dejaron de hablarse. La separación fue inmediata.
El camillero enfila por el pasillo blanco, largo y frío, hasta que llega al quirófano. A la cuenta de tres los enfermeros lo pasan a la plancha y una luz cegadora lo arropa. Ve como pinchan la válvula del suero y un calorcillo recorre sus arterias. La enfermera coloca los “campos” blancos y almidonados, y mientras le llega un sueño profundo escucha las risotadas y los chistes misóginos que el cirujano le cuenta a la enfermera.
Sabe que su relación con “Fortuna” ya no es buena y esto le da fortaleza para seguir su plan. Retiró parte del ahorro familiar que amasaron durante quince años, escribió una nota de despedida —la tercera desde que se casaron— y se fue de casa, se encerró en un hotel y planeo con la cabeza fría los pasos que ya está dando.
Acudió a la notaría pública y registró a nombre de sus hijos los dos negocios, la casa, los locales comerciales, el automóvil y heredó en vida a las niñas, los cuadros originales que compró a tres pintores en ciernes “antes de que se hagan famosos”, y nombró a Fortunata albacea de sus pequeños. Hecho lo anterior quedó tranquilo, y se preparó mentalmente para lo suyo.
En el quirófano escucha lejana una conversación. El médico revela que reiteradamente su esposa le fue infiel. Alejandro piensa que donde quiera se cuecen habas, o lo que es lo mismo, “También en San Juan hace aire”. <<Los martes y los jueves se veían en su rinconcito de amor, lo supe —cuenta el cirujano— porque contraté un detective privado>>. La voz se va apagando, se escucha entrecortada, y Alex debe ir adivinando la trama. <<Procedieron rápido mis abogados. Cambie la titularidad de todos mis bienes —presume— y me apalabre con el juez>>. Oye poco, la anestesia recorre plácidamente sus arterias. <<Le tendí una trampa —asegura el galeno— un jueves se vieron en el motel, los detectives los filmaron e inmediatamente los abogados trabajaron el asunto del divorcio. Cancelé sus tarjetas de crédito. Envié a una persona a cambiará las chapas de las puertas de mi casa, y yo, con el duplicado de las llaves, me llevé el automóvil que mi mujer acostumbraba dejar en el estacionamiento del supermercado, mientras se iba con su amante>>.
Las voces bajitas ya son lejanos cuchicheos, la luz blanca de la lámpara, a poco se vuelve mortecina y Alejandro piensa en la mezquindad del médico “Yo no podría hacer eso. Cómo olvidar los buenos momentos que pasé con “Fortuna”, porque hubo buenos momentos, pero para este médico no los hubo. Yo no dejaría sin dinero a mi mujer>>. En eso la luz se apagó y Alejandro se hundió en la negrura más profunda. Perdió la noción del tiempo, pero al abrir los ojos, se vio rodeada de batas blancas y charlas felices. La saludaron: —Felicidades Alejandra. Ya puedes hacer tu cambio de identidad. ¡Ahora, a disfrutar tu nuevo cuerpo!—.