Ars Scribendi

El Coatepec del ayer

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Por Rafael Rojas Colorado

 

Recuerdo aquel pueblo sosegado en los albores de los años sesenta, sin mucha dificultad se caminaba de una orilla hacia la otra, la ciudad no era demasiado grande. De su cielo descendían los rayos del sol bañando la vegetación que se perdía entre cerros, colinas, montañas y extensos plantíos de café. A cierta distancia el pico de Orizaba con la blancura de su seda parecía besar al cielo. En los meses de mayo y junio eran frecuentes los torrenciales aguaceros llenando el cauce de los ríos y arroyos haciendo más fecunda la bondad de la tierra.

Se tornaba plácido el caminar a lo largo de sus calles tejidas con piedra de río. Parecía ser una población de esas que inspiran las historietas en las que el tiempo simula haberlas olvidado en el pasado. El pueblo se notaba inmerso en su apacibilidad, la mayoría de los naturales se conocían entre sí y no se negaban el saludo.

Recuerdo a cuatro escuelas oficiales de educación primaria: José María Morelos y Pavón, Miguel Hidalgo y Costilla, ambas exclusivas para niñas. La Benito Juárez García y Juan de la luz Enríquez para los niños. Esta última colindaba con una finca de matas de café, el predio mediaba entre el mencionado liceo y el hospital civil o de sangre como solían llamarle, porque siempre estaban atendiendo a heridos por arma blanca, por ese entonces una orilla del pueblo. En esa finca muy pronto se construyeron casas de interés social, un logro de los profesores de aquel ayer que sabían enseñar sus materias e imponían cierto respeto con su autoridad a los alumnos, el progreso comenzaba a asomarse a Coatepec. El padre Juan Manuel Martín del Campo, con un grupo de personas altruistas fundó la escuela México con la finalidad que los niños de escasos recursos tuvieran la oportunidad de la educación elemental. Desde principios de la década de los años cincuenta impartían clases de educación primaria en el Colegio José de Jesús Rebolledo.

Las casas céntricas exhibían una imagen colonial, así lo denotaban los aleros de teja y los ventanales adornados de artesanal herrería, además muy llamativos los comercios de la época como el de las Morales, donde el cliente adquiría papelería, selectas madejas de estambre y ropa para bebé, la droguería de don Leobardo García con sus recetas de remedios caseros. Muy cerca las farmacias la FE de don Hipólito Contreras. En la esquina de Jiménez del Campillo y Constitución la Farmacia “COATEPEC” de Francisco Reyes, en esta última laboró largos años Miguel Robles y Jovita Morales, una jovencita que siempre afloraba una sutil sonrisa que hasta el malestar se alejaba cuando nos atendía; a unos pasos de allí el señor Leoncio Rojas también brindaba un buen servicio aportando su conocimiento de la medicina y remedios caseros.

Al salir de la escuela era imposible resistirse a saborear una paleta de la “Yola” del señor Francisco Lomelí, lo mismo las vendía don Antonio Hernández, quien también comerciaba sombreros junto al cine Imperial. A esta distancia aún nos parece ver sonriendo a Toñita y Bata recibiendo los boletos para entrar a la función y presenciar la cinta favorita del cine mexicano, a mí me gustaban las de vaqueros. Varias iglesias esparcidas en esta pueblerina geografía confirmaban la fe de los feligreses, la de san Jerónimo se erguía como única parroquia del pueblo, de ese recinto se difundía el catecismo para los niños que se impartía en los barrios y casas particulares.

Como un adagio el murmullo del río san Andrés, se le veía ondulando bajo el arco del puente de la granja, sus risueñas aguas seguían su curso por los viaductos de Constitución, el de Zamora que solo lo conformaba un tronco atravesado y el de Zaragoza, para verlo perderse caprichosamente en medio de la vegetación en busca de desahogar su corriente en el lugar que le reservó la naturaleza. Tapizada de piedra la calle cinco de mayo que acunaba la tienda de abarrotes de don Gonzalo Garrido y la de don Jerónimo Sandoval, reafirmando a un pueblo que nada parecía perturbar su sosiego. El mercado Miguel Rebolledo inmerso en olores y pregones, frutas y legumbres, las marchantas regateando el precio de los tomates y los chiles, siempre en busca de economizar el gasto familiar. El pasa discos, uno en la entrada al mercado y el otro en la tienda del señor Méndez, con un peso se seleccionaba la canción favorita y todo el que pasaba por el lugar escuchaba la melodía y las emociones se avivaban. Muy cerca la tienda de don Juan Kavanagh atendida por varias jovencitas que no se daba abasto con la vasta clientela. De la Purísima, la Panificadora, el Bolillo de Oro y entre otras la Xalapeña, fueron panaderías de las que, aún en la oscuridad de la mañana, salían los panaderos con la canasta circular repletas de pan, las llevaban en la cabeza y a paso rápido se dirigían a entregar su producto en las diversas tiendas esparcidas en los barrios y callejones, los clientes madrugadores ya estaban esperando con impaciencia ese alimento, la pieza de pan valía diez centavos. Continuará

 

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