El Coatepec del ayer
Por Rafael Rojas Colorado
4ª. PARTE
Me llamaba la atención la personalidad de “Tobalín”, un ser humano que parecía amar la libertad; la misma que muchos pregonamos, pero que en la realidad le tenemos miedo. Se hizo popular su clásica presencia con una chaqueta que le cubría piernas y brazos, un pantalón de vestir holgado, sin calcetines y zapatos muy avejentados, sus cabellos escapaban de la sombra de un sombrero arrugado para rozarle la piel, su rostro claro y plácido, sus labios dibujaban una sonrisa que comunicada los sentimientos de un hombre bueno y noble, a su manera disfrutaba el transcurrir de los días, cualquier lugar era su oasis, pues nada le preocupaba, el no le rendía cuentas al tiempo, solo amaba a su jauría de perros quienes le acompañaban por todos lados mostrando la lealtad de los verdaderos amigos. son muchos más los personajes populares que, en diferentes épocas, han matizado con su presencia el paisaje urbano de Coatepec.
Fue costumbre el reunirse en alguna casa de los amigos para jugar a la lotería, cada quién escogía su tabla, desde luego a la que más fe le tenía, además , unos granos de maíz o frijol y una persona comenzaba a correr la baraja y con voz fuerte iba enunciando: El catrín, la dama, el borracho, las jaras, el valiente…y, espontánea, emergía una voz plena de alegría, bola con el nopal y estiraba la mano para recibir el dinero que había sido depositado al principio del juego, pero lo más importante no lo fue eso sino los momentos de camaradería que se tornaban en felicidad, esas imágenes jamás las difuminará el tiempo.
Las mujeres aprendían a bordar sobre la tela blanca restirada por el bastidor. Usaban hilos de diversos colores, con la aguja lo insertaban y lo comenzaba a trenzar con cierta habilidad hasta darle forma a diversos dibujos y figuras para conformar las servilletas de tela, en verdad un trabajo artesanal bien elaborado, mientras lo desarrollaban unas con otras conversaban lo que se vivenciaba en ese entorno, aunque algunas preferían hacerlo en la soledad. En parte las servilletas fueron de utilidad para envolver el bastimento de las personas que iban a laborar al campo. Las servilletas fueron una especie de ícono campirano, todas llevaban adherido a los hilos de colores el cariño y los sentimientos de sus creadoras, porque las bordaban con delicadeza y amor para alguien en especial.
En los barrios de las orillas del pueblo aún estaba lejos la estufa de gas, por lo que fue de gran utilidad el brasero, la leña, el ocote y en algunas viviendas tenían una pequeña estufa para petróleo. La leña la acarreaban de las fincas o se compraba. De la colonia Cuauhtémoc llegaban por el rumbo de paso ancho a venderla; la carga de caballo se cotizaba a diez pesos y la de burro en cinco. El petróleo se obtenía en varios expendios esparcidos en el pueblo, recuerdo al de don Manuel Quirós en la cuarta de Zamora y otro en la cruz verde.
Para la mujer de esos años la cocina fue el corazón de sus actividades cotidianas, aún en la penumbra de la mañana se le veía moler con el metlapil –piedra larga adelgazada de los extremos– la masa sobre el metate de piedra con ligera curvatura. Los tomates, ajo, chiles verdes asados los reventaban haciendo presión con una pequeña piedra dentro del molcajete, el resultado una sabrosa salsa para acompañar a los frijoles. Atizar la lumbre en el bracero, la llama rojiza-amarilla ondulándose debajo del comal circular de barro, allí se cocía la masa en forma redonda, al contacto con el calor la parte superior se adelgazaba y se esponjaba, esa era la señal de que la tortilla estaba lista para el almuerzo, deliciosa. También debería de preparar el café de olla. Con frecuencia se le veía a la doña con los ojos llorosos por el humo que se originaba mientras ardía la leña, parte del mismo se fugaba por las rendijas de la humilde vivienda, a esa hora los candiles se empezaban a apagar y los niños se despertaban llorando, ansiaban cerca de ellos a su madre, la luz de un nuevo día los saludaba. Continuará