El Gurú: de perros y sus lindezas
Por Sergio González Levet
—Hola Albert, qué gusto saludarte.
El individuo se acercó al Gurú, adelantado por un perro de enormes proporciones y hocico babeante. Era de una variante poco conocida en México de la raza mastín, según me explicó el dueño. Obvio, el animalote echó sus patas delanteras sobre la anatomía del pensador, quien como pudo mantuvo la dignidad y ocultó convenientemente el susto que le produjo tal invasión a su espacio vital… y a su tranquilidad, corporal y espiritual.
—Amigo, años sin verte. No te pregunto qué ha sido de tu vida porque te sigo religiosamente en lo que publicas a diario -el desconocido para mí era, obvio, periodista-, y así me entero de muchas cosas que pasan, pero también aprovecho para conocer tus demonios y tus ángeles. Ya ves que quienes escribimos, delatamos sin querer y sin remedio nuestras intimidades más recónditas.
—Me ha ido más o menos bien, amigo Guardiola, con las altas y las bajas producto de la economía gubernamental, con la que la prensa en México guarda tan estrecha relación, para mal pienso yo.
Se cruzaron celulares. Como es costumbre entre personas que nunca se ven ni se verán, se prometieron buscarse el uno al otro, y el amigo salió disparado atrás de la fuerza indomable de su fiel guardián, que imagino eso era este perro, que había sacado a pasear a su amo.
De ese encuentro fortuito me quedaron dos cosas:
Primero, la oportunidad de poner por escrito el nombre del maestro, Albert Guardiola, quien había discurrido hasta ahora en estas charlas velado por un anonimato, debido más a la falta de previsión de quien esto escribe que a algún afán de ocultar su nombre, que es reconocido y prestigiado en el ámbito académico, en el periodístico, en el político y en algunos más.
Y segundo, conocer la especie de fobia que tenía el Gurú hacia los perros, porque apenas se alejó unos metros el otro, dio un sorbo a su taza de café y de inmediato se lanzó sobre el tema:
—Por la reacción lastimera que tuve ante el embate de ese magnífico animal sobre mi persona, pensarás que no quiero mucho a los perros… y tendrás razón. No es tanto que odie a los canes, mi pequeño discípulo —el maestro es seis centímetros más alto que yo, una bicoca—, sino que no tengo costumbre de tratar con ellos, así que nunca sé qué hacer cuando un perro me ladra, me lame o se me echa encima, como acaba de ser el caso.
—Debe estar en contra de todo aquél que tenga un perro en casa —adelanté, entre divertido y solidarizado con el maestro—.
—Pues fíjate que no. Estoy más bien en contra de quienes tienen un perro y no lo mantienen en casa. Sean chicos o grandes, los perros tienen una capacidad por sobre los humanos, que es la de morder, y a ella hay que sumarle la de ladrar con un ruido imprevisto. Para salvaguardar tu consideración hacia mi valentía, debo decirte que el mordisco de un perro puede traer consecuencias muy desagradables para la salud de los humanos. El hocico de los cánidos resguarda una enorme cantidad de virus y bacterias que no les afectan a ellos pero a nosotros sí. Hay un bicho particular que prácticamente “come carne humana” y lo pueden trasmitir los perros con una mordida superficial.
Aquí el maestro se detuvo, pidió la cuenta rápidamente y me dijo como despedida:
—Mira, tengo que dar una clase y sabes que aborrezco llegar tarde. ¿Qué te parece si mañana seguimos con el tema?
Y se alejó caminando a grandes zancadas.