El Miedo
Silvia Rodríguez S.
Esta es la historia de la niña de poco más de cuatro años, de una familia de padres, el bebé, el niño un año, el otro de tres, y ella. Seguido se quedaba a cuidar a sus hermanitos, y vivía con miedo porque el lugar tenía pocas casas, pero abundaban los niños de entre cuatro y cinco años, que eran muy groseros: le aventaban piedras, le gritaban majaderías y ella se encerraba para proteger a sus hermanitos. La casa era de madera, techada de láminas de cartón con una ventanita por la que ella se asomaba, entonces las chamacas, de siete u ocho años, le sacaban la lengua, le insultaban, le alumbraban la cara con un espejo, y se sentía como conejo en la mira.
Su papá era campesino, y la mamá se hacía cargo de la casa, y del cuidado de una vaca, un becerro, seis gallinas, tres chamacos y una niña. Un día la mamá llevó a pastar a los animales y los vecinitos se dieron cuenta que la señora se fue. La niña debía cuidar a los más pequeños, porque el segundo, siempre iba con la mamá. Cuando la niña salió al patio para lavar el biberón del bebé para prepararle su leche, le aventaron piedras y como la agresión era de siempre, a la niña se le ocurrió hablar con ellos, y los convenció de que la dejaran pasar para lavar la mamila, y a cambio ella les regalaría naranjas y plátanos. Los niños se miraron y aceptaron la propuesta.
Cuando la niña terminó de lavar el biberón se encerró, atrancó la puerta y ya no salió para evitar que le pegaran. Los chamacos se cansaron de esperar, le gritaron leperadas y le lanzaron amenazas porque al fin y al cabo tenía que salir. Apedrearon su casa y se fueron. La niña dijo que ya no quería quedarse sola. Su mamá le preguntó por qué, y ella le contó. Entonces la señora habló con los padres de los otros niños para que no volvieran a agredirle, pero los niños no obedecieron.
Unos meses después llegó el papá y le platicó a su esposa que le ofrecieron trabajo para cuidar una vaquería, pero que debían irse a vivir allá. Preguntaron a los niños y dijeron que sí. La niña estaba contenta —Allá no hay niños que te apedreen —dijo la mamá— pero debes aprender a vivir sin miedo—. Advirtió a la niña que no le iba a ser fácil, porque pronto llegaría otro bebé, y la mamá tendría que atenderlo, entonces la niña debía cuidar a los cuatro hermanitos, y ella dijo que sí.
Llegó el momento de que naciera el nuevo bebé. A media noche los papás se fueron al hospital para esperarlo y la niña se quedó en esa casa desconocida y vieja. En cuando salieron los padres, tocaron la puerta, que era de lámina gruesa. Pero la niña debía <<aprender a vivir sin miedo>>. Abrió. No había nadie. Recordó que no había casas, ni personas y quedó asombrada. Cerró. Mandó a sus hermanos que se acostaran a dormir —¿Quién es?, preguntaron los niños —¿Es papá?, —¿Es mamá? Ella contestó —No es nadie. Abrí para ver si se salieron las vacas—, dijo para que sus hermanos no tuvieran miedo, pero ella sólo había visto la oscuridad de la noche. Los acostó y les dijo que mañana tendrían un nuevo hermanito, sólo así se durmieron.
Ella no podía dormir pensando en quién había tocado la puerta. Se acercó a la ventana que tenía una rendija pero no vio nada y esperó un rato, hasta que se cansó y prefirió irse a dormir, pero antes cerró puertas y ventanas de la casa, para dormir sin preocuparse de que alguien entrara. Aprendió a distinguir todo tipo de ruidos: las paradas de los caballos en las puertas de las caballerizas, las vacas al salir a los comederos, los gallos picando las jaulas, las gallinas que se caían del palo donde dormían. Identificaba los sonidos de los borregos, el revoloteo de los murciélagos en la oscuridad, y el aire que corría entre los árboles. Así se acostumbró a los ruidos y perdió el miedo. Ya no se encerraba y salía a jugar con sus hermanos. Ellos se subieron una vez a un árbol de “Gasparitos” mientras la mamá los buscaba para que fueran a comer. Ellos la miraban desde ahí, sin que ella los viera, hasta que ella se enojó. Aquí acaba la historia. Pasaron los años y su niñez fue muy bonita.
Ahora que ya soy madre regresé a nuestra antigua casa. Mi vecina ya no me saca la lengua, bueno tampoco somos amigas. Mis hijos no son miedosos como yo lo fui. A ellos les gusta jugar sin temor, y yo sigo aprendiendo a vivir, y ahora comprendo a mi madrecita, a quien una vez espanté, pero al final el susto me lo llevé yo. En estos tiempos es necesario valorar a nuestros padres, hermanos y familia, porque son lo único valioso que tenemos, y que nos dan fortaleza.