EL PODER POR EL PODER
Uriel Flores Aguayo
Si Bill Clinton, tenía que observar un cartel en su casa de campaña con la frase: ¡Es la economía estúpida!, acá entre nosotros el cartel cotidiano tendría que recordarnos que es ¡el sistema! lo que nos oprime y dificulta cualquier ruta de desarrollo. El aparato público en todos sus niveles deja mucho que desear en cuanto a responsabilidades, resultados y fines colectivos. Vivimos en un embudo, en un callejón sin salida, en un círculo vicioso respecto de la clase política y la democracia; simplemente nada avanza, al contrario, hay peligrosas muestras de retroceso y descomposición.
De acuerdo al nivel de gobierno hay más o menos ineficacias y torpezas. En las alturas presidenciales, en «Los Pinos», además de negocios hay inercias de republicanismo, aun contra sus intenciones, y un proyecto claro de poder ligado a la oligarquía; en los estados y municipios es distinto, grados más o menos, casi toda su labor se reduce a la tranza y a la reproducción simple del poder, más como grupos que como partido. En lo general les preocupa mucho más, es su prioridad, mantenerse en el poder a toda costa; la democracia es simulación y adorno discursivo.
De llamar la atención el tamaño de los aparatos públicos, sufren de gigantismo, que los hace lentos, caros e ineficientes. Con el paso del tiempo y guiados por el mal ejemplo de las alturas ni siquiera guardan las formas, alejándose de ciertas tradiciones donde se procuraba el cuidado de la imagen y los recursos; vivimos tiempo de cinismo, incluyendo a los partidos auto llamados de oposición. Ademas, recordado por Peña Nieto, prefieren nadar «de a muertito». El espectáculo de los «chapulines», esos malos servidores públicos que dejan tirados los cargos para saltar a otros, es una muestra contundente de la degradación política de nuestro país y de las dolencias mayores de nuestra democracia.
Deseosos de reflectores la inmensa mayoría de funcionarios, de todos los partidos, dedican mucho tiempo a la realización de actos, giras y reuniones. Pierden demasiado tiempo en actos sin importancia y buscan, a toda costa, la foto diaria; no conciben su cargo sin luces y aplausos. Es difícil imaginar a que hora planean, acuerdan, analizan y reflexionan sobre la materia de sus encargos. De una brutal contradicción es observar al secretario de gobernación dirigir encendidos discursos a públicos cautivos en todo el país; dada la crisis de violencia que nos azota uno pensaría que dicho funcionario ocupa su tiempo en reuniones de estrategia y en dirigir las estructuras y políticas que le corresponden; no es difícil imaginar cuanto perdemos por esas prácticas arcaicas y por las obsesiones políticas de quien ocupa un cargo fundamental para la gobernabilidad del país.
Pasa lo mismo con el presidente Peña, empeñado en tener baños de pueblo todos los días con los acarreados de los programas sociales; todo se hace para una foto, a un costo desproporcionado. El presidente utiliza tiempo valioso en desplazamientos y en actos prácticamente intrascendentes. De el para abajo, en estados y municipios se vive todo ese estilo de autoconsumo, de trato unilateral, de monólogos y de pérdida de tiempo. Una de las prácticas más patéticas es la de la entrega de patrullas y uniformes a los policías; igual de ambulancias; es innecesario y absurdo; es espectacular pero hueco dado que utiliza para la foto una obligación básica de los gobiernos y un derecho de los policías. Es el colmo que para entregarles uniformes indispensables y obligatorios se les obligue a formarse para escuchar bobos discursos y para perder el tiempo.
Ese problema de la paja gubernamental y el ocio de los funcionarios se liga con su subdesarrollo democrático y las deformaciones autoritarias. Es el equivalente a malos servidores públicos, sin méritos ni capacidad, colocados ahí por favores, clientelismo y padrinazgo. Cualquier renovación democrática de México debe pasar por la auscultación y cirugía mayor de los obesos, huecos y onerosos aparatos públicos.
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