El portal
Juan A. Morales.
La hojalata del herrumbroso portón rechina cuando la ráfaga del viento se cuela por ese Portal que se niega a morir y bajo su arcada reina la sombra porque el farol en la espesa niebla no alumbra, ni siquiera el empedrado que va al panteón y apenas son las seis de la tarde, por eso confiado Valente profesa amor a Lorena y empeñados en los arrumacos no perciben que dentro de la casa abandonada, que un día fue una hacienda florida, el peligro acecha y unos ojos que los vigilan y se acercan sigilosos.
Antaño, cada sábado por la tarde llegaban los arrieros, descansaban en las bancas del corredor, ataban sus recuas de las argollas ancladas en las columnas del Portal y el domingo temprano comenzaba la romería, pues traían manzanas, peras y panela de la sierra de Altotonga, leche y quesos de La Joya, papa y haba del Cofre de Perote, semillas de colza que los llaneros llaman nabo, verduras de Tepeaca y el tradicional pulque de Alchichica <<Pa’ que se refresque el gaznate, su merced>>, la gente se arremolinaba en los puestos de enchiladas, gorditas de chicharrón y el tradicional “menudo” caliente y picoso para reparar los estragos de la borrachera anterior, pero todo se acabó cuando abandonaron la hacienda los Señores que se repatriaron a la muerte de Franco, ahora sólo quedan historias del caserón en cuyas paredes tapizadas de moho y líquenes quedaron grabados los sonidos festivos de su pasado.
Un ronroneo se aproxima a los novios, quienes después de comprar el pan se afanan esa tarde en su amorío, un relámpago cegador ilumina el barrio y el trueno ensordecedor cimbra los paredones, la lluvia se suelta por cubetas y buscan refugio en la casona que conocen, porque jugaban en ella cuando niños y buscan la buhardilla para refugiarse. Mientras, en el aguacero inclemente otro relámpago llena el espacio, ven muchas pupilas verdes como esmeraldas que corren, derriban las botellas de la cava de antaño y los novios asustados cuchichean, se quedan quietos y la familia de gatos, tan espantados como ellos, buscan refugio en la alacena. El crujir de una viga alerta a los jóvenes que se arrinconan y un puntal podrido se les viene encima, con una nube de polvo que ennegrece todo y quedan atrapados en un hueco reducido donde la fetidez, la humedad y los hongos que pululan por el derrumbe, les causa estragos. Ahora el problema es salir de ahí.
Cuando eran niños la casona ya no estaba habitada y el padre de Lorena cuidaba la “Propiedad” de los Taboada, que era el espacio predilecto de los juegos de la niña y sus compañeros de escuela. Los dueños, hacendados de cepa, habían regresado a España y a la muerte del caballerango dejaron de enviar dinero para el mantenimiento y la casa se fue cayendo a pedacitos, entonces le colgaron un letrero que todos veían, pero nadie le hacía caso, pues quién osaría comprar la casa de los patrones, si la sola idea era una irreverencia.
Durante horas intentan mover los escombros pero la lluvia hace inestable la construcción y prefieren serenarse. Hacia la media noche admiten su impotencia, ahorran energía permaneciendo quietos y el silencio les permite escuchar a las polillas, las chicharras, el vuelo de los murciélagos, un búho perdido, la carrera de los gatos tras los ratones y esa fauna le pone el cuero de pavo a Lorena, quien ya no aguanta el dolor de su tobillo herido y Valente se lo venda haciendo tiras su camiseta, pero él también está lastimado de una pierna y la inflamación le molesta tanto que no soporta la opresión del pantalón, entonces Lorena se lo quita para revisarle la herida. Visto que no es de gravedad, se acurrucan en la buhardilla y ella siente la tibieza del cuerpo de su compañero y le confiesa que desea ser su esposa y él, sabiendo que temprano los buscarán, se relaja para hacer de ese espacio pestilente un buen lugar y de esa, una noche amorosa.
Las máquinas trabajan incansables en la demolición del Portal de Taboada, sentados en la acera de enfrente, el abuelo y su nieta, llevan mucho tiempo observando la ida y vuelta de camiones, trascabos, obreros, ingenieros y hombres de negocios que supervisan la obra e instalan un anuncio gigante: “Centro Comercial Americano”. La niña le da un pañuelo desechable al longevo quien recoge una lágrima y termina su relato <<En esos paredones me uní a tu abuela>>. Ella, de unos siete años y uniforme de primaria, suspira y antes de escribir “fin” al Proyecto: “El pasado de mi familia” pregunta —¿Y, el pan? El abuelo sonríe <<Lo compartimos con las alimañas>>. Lo ve benevolente y replantea su pregunta —No. La costumbre de “salir por el pan”, —se levantan para irse a casa y desdeñoso señala el letrero <<Se perdió con la modernidad>>.