EL SILENCIO QUE SOSTIENE A LAS ESCUELAS RURALES
Cuarto de
Guerra
EL SILENCIO QUE SOSTIENE A LAS ESCUELAS RURALES
Por: Alejandro García
Rueda
En las escuelas de las
zonas rurales y de alta marginación hay historias que no se cuentan lo
suficiente. Y no, no son siempre las del aula, ni las del pizarrón, ni las del
discurso pedagógico con el que tantos se adornan. Son las historias silenciosas
de quienes, desde el apoyo y la asistencia, sostienen a pie firme la operación
cotidiana de los centros educativos. Son esas personas que llegan antes de que
el sol caliente la tierra y que se quedan cuando el último estudiante ya se
fue. Las que sin reflectores limpian, gestionan, resguardan, orientan, cuidan,
escuchan y, muchas veces, hacen lo que a otros simplemente no les interesa.
Porque mientras algunos
directivos y docentes aprovechan su presencia en la escuela como una pasarela
para acumular méritos, protagonismo o justificaciones vacías frente a sus
superiores —amparados en la comodidad de un posgrado que los mantiene ausentes—
hay trabajadores que jamás salen en la foto, pero sin los cuales la escuela no
funciona. No basta con llegar y decir “soy maestro” o “soy director”, si el
cuerpo está en el centro escolar pero la voluntad está en otra parte. No se
puede educar con el ego, ni dirigir con la indiferencia.
Lo más indignante es
que en muchos planteles, el trabajo se castiga con más trabajo. Hay escuelas
donde hay dos o tres administrativos, pero es uno solo quien carga con toda la
gestión porque el resto simplemente no responde. Y lo más grave: porque los directivos
ya están seguros de que esa persona cumplirá, con o sin ayuda, con o sin
reconocimiento, con o sin condiciones. Es fácil mandar cuando se sabe que hay
alguien que no dirá que no. Pero ese abuso de confianza también desgasta, y
tarde o temprano, pasa factura.
Hay quienes creen que
gestionar una escuela es entregar oficios, redactar actas o juntar firmas. Como
si eso fuera suficiente para llamarse líderes. Como si los nombres, las
trayectorias, los datos personales, académicos o laborales de sus compañeros y
alumnos fueran irrelevantes y siempre se les pudiera pedir a otros que los
recuerden por ellos. Un directivo que no conoce a su equipo, que no se
involucra en la vida real de su escuela, que delega sin dirección y sin rumbo,
no es un líder. Es un obstáculo.
Si no saben hacer, no
pueden mandar. Así de claro. La autoridad no se impone por nombramiento, se
ejerce con conocimiento, empatía y capacidad. Por eso, ya es tiempo de hablar
en serio de la necesidad urgente de una figura real, institucional y operativa:
el subdirector administrativo. Una persona capacitada y responsable de
coordinar tareas logísticas, supervisar al personal no docente, gestionar
recursos, atender necesidades inmediatas y participar activamente en las
decisiones que afectan a la comunidad escolar. No como un asistente del
director, sino como una columna vertebral de la escuela. Porque en muchos
casos, es precisamente ese personal el que sostiene la estructura sin que nadie
se lo reconozca.
El abandono
institucional en las zonas rurales no solo es falta de inversión o carencias
materiales. Es también un problema de visión: se sigue creyendo que solo lo
pedagógico importa, cuando sin organización, sin orden, sin administración, no
hay educación que aguante.
Que no se confundan las
prioridades: el sistema educativo no puede seguir girando en torno a quienes
solo están preocupados por su próximo diploma o su siguiente ascenso. La
escuela necesita personas con vocación, pero también con compromiso real y con
humildad para reconocer que no se puede mandar desde el desconocimiento. Porque
en las zonas más olvidadas del país, no se necesita más burocracia disfrazada
de liderazgo: se necesita dignidad para quienes hacen posible, cada día, que
una escuela abra sus puertas. Aunque nadie lo note. Aunque pocos lo digan.
Aunque muchos lo den por hecho.