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Encerrados

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Encerrados

Por Yuzzel Alcantara

Era verde como un arbusto enraizado en el centro de la tierra, tenía cabello de hojas y cuerpo de tallo. Hundía las manos en la espesura de la tierra negra y mojada, intentando hundirme toda o camuflarme. Ella saltaba sobre el pasto mirando cómo las nubes tapaban al sol, era un hada, y luego bajaba su mirada hacia los resquicios de los matorrales buscándome. Él había saltado la cerca y cruzaba de tronco a tronco bajo las copas de las hayas, cuidando que ninguna lo encontrara. Éramos niños y en el campo jugábamos. ¿Fuimos los últimos nacidos en el siglo XX los últimos capaces de sentir éxtasis de naturaleza e imaginación?.

Este vivir encerrados no parece tan nuevo.

En el 2030 –dice la ONU– el 60% de los humanos vivirá en ciudades, en el 2050 la cifra llegará al 70%. Cuando los niños y los jóvenes – según Harvard– cumplan 80 años, 72 años de su vida habrán transcurrido en espacios cerrados. Esto significa: dentro de autos, de casas, de oficinas, de escuelas, de hoteles o de plazas comerciales. Entre muros, a la sombra, frente a pantallas y aplastando controles y teclados. Los humanos estamos a punto de convertirnos en la única especie que prefiere vivir auto-encerrándose, ya desde antes de que apareciera la covid-19.

En Coatepec tenemos tan sólo un parque con jardineras enrejadas a las que nadie puede pasar, y ningún gobierno se ha preocupado por hacer otro (s). Pero en plazas comerciales o en planchas de fraccionamientos, los permisos no se escatiman. Mientras la costumbre de ir al parque era una forma de distracción, ir a una plaza comercial se asemeja más a una forma de extracción –de dinero, de silencio y de oxígeno. Y los arquitectos han encontrado formas bastante creativas para hacernos sentir que estar en una plaza es como estar al aire libre. La experiencia de estar vivo cada vez se aleja más de todo aquello que nos mantiene respirando: árboles, ríos, vegetales, tierra. Y más cerca de todo aquello que nos mantiene hipnotizados: la web, los escaparates, las pantallas.

Si esta filia por los lugares encerrados continúa aumentando, y si seguimos mirando el despliegue de arquitecturas de entretenimiento como la apoteosis de la recreación humana, la vida de auto-encierro no tendrá escapatoria. Quizá, este sea un buen tiempo para cambiar hábitos, para re-encontrarnos con la naturaleza. Para descubrir, quizás, cuánto la hemos contaminado. Quizá este sea un buen tiempo para pedir a los gobiernos, urbanistas y arquitectos más espacios naturales. Quizá nos inventemos un nuevo derecho: el derecho al campo, al verde, al árbol.

Pregunto: ¿hoy en día quién enseña a sus hijos que jugar se hace corriendo, saltando, sudando, pintando aviones sobre el asfalto, lanzando monedas más allá de la raya de meta, y no cruzando de Liverpool a Sanborns o acostados sobre un sofá?… eran los niños quienes le recordaban a los adultos que la vida se multiplica cuando se vive al aire libre, pero sucedió una mutación extraña. En no más de 3 décadas, hemos dejado que arrancaran ese éxtasis de naturaleza e imaginación de nuestra mente y nuestra piel; y una vez arrancado no hay manera de heredarlo.

Intento pensar que después de este encierro prolongado entenderemos de una vez y por todas que las suelas no se desgastan sobre mármol, las aves no vuelan bajo techo ni las hojas cambian su verdor.