Enséñame a bailar
Juan A. Morales.
Nos presentó su mamá y sentí desazón; mi tía lo notó e inmediatamente me leyó la catilla <<Cuidadito con tu primo, que es muy sensible. Nunca hables de su aspecto>>. Asentí. Vine a estudiar Danza Contemporánea, y vivo con la tía Nohemí, que es viuda, y con su hijo Orestes. Llevó dos años intentando saber qué tiene mi primo, que me hace languidecer cuando estamos solos.
Hoy puse la mesa, calenté los alimentos y subí a cambiarme, entonces vi su puerta abierta. La curiosidad me empujó. El zángano tiene un magnífico equipo de cómputo ¡Pobre tía cómo la explota! En el buró está su cámara digital y curiosee la colección de videos donde sus compañeras le hacen monerías. Me gustó uno en el que una chica le hace un bailecito sugerente y lo suspende cuando entra la maestra al salón. Por metiche se me fue el Santo al cielo y por poco me descubren. Escondí la cámara bajo el paño de la impresora y la dejé grabando. Como siempre Orestes exigió su ropa deportiva, entró a bañarse y la tía Nohemí corrió a plancharla: <<Maruja, sírvele a Orestes la sopa>>.
Después de comer corrieron a la clase de karate. Ya sola, apagué la cámara y copié el vídeo a mi Laptop. Después de cenar la tía Nohemí se metió a la tina y clausuró el baño. Tengo una hora mientras se baña, pensé, y a poco roncaba mi primo. Atranqué mi puerta y me dispuse a ver en el vídeo las travesuras de mi primito. Entra corriendo, se desnuda y ¡Cielos! ¿Qué extraño? No. ¡Qué lindo! Si yo tuviera ese cuerpo ya formaría parte de la Compañía Titular de Danza. Es tan… escuálido, tan desgarbado, su cadera apenas se dibuja y sus senos son botones en flor. Visto de perfil es imposible reconocer su sexo. Entró a la ducha, el repiqueteo de la regadera y el golpe seco de la jabonadura en el suelo me enervaron, se me salía el corazón, tiritaba, mi imaginación galopó y un río de sensaciones me sumió en el pánico. Enrollado en una toalla salió con la hombría en alto. Soy bailarina y estoy habituada a ver a mis compañeros mudar de ropa, pero ninguno goza de tan buena salud. Tanta belleza me confunde, es tan indefinido… tan andrógino.
Se enguantó unas bragas celestes y se tendió en la cama. Sudé frío, cerré los ojos y en un galopar se desbocó mi desvarío. Me imaginé en el teatro, desnuda, tendida en el escenario y Tchaikovsky me obligó a encoger mis rodillas, y mis dedos, ávidos bailarines, se deslizaron hasta encontrar el apéndice que me sublima, y así, disciplinados como soldaditos hijos de Marte, subieron, bajaron, entraron y salieron hasta conquistar el campo venusino. Llegó un “Crescendo” y un calorcillo cobijó mi cuerpo en un Vals sin fin. Orestes frotó Agua de Colonia en su torso y mis tensos músculos iniciaron un alegreto explosivo, y llegaron violentos cinco, seis, siete espasmos… Quedé quietecita, conteniendo el aliento, muriendo unos segundos y crucé las extremidades para apretar mis tobillos hasta que la paz y el sueño me llegaron juntos.
Regresé de la Universidad, revisé el vídeo y noté que Orestes bailaba para la cámara ¡Me descubrió! Perdí el apetito y no cené. Preocupada mi tía tomó mi temperatura e iba a llamar al médico cuando le dije que era el necio cólico de cada mes. Me hizo un tecito bien cargado de canela y me dio a oler esencia de flores, después adoptó la actitud de un comandante, y cuando me iba a confesar anunció: —Mañana al amanecer iré al Congreso de Empresarias. Voy por tres días—. Y me soltó una retahíla: Limpia, guisa, compra, lava, y todo para antes de ir a la facultad.
Por la noche Orestes no quiso cenar <<Si se hace ejercicio, no se come>> dijo arrogante. ¡Maldito! Decidí enfrentarlo, en eso llamó mi tía. El zángano mintió —Ya cené. Voy a dormir porque temprano iré a correr—. Colgó, no le hice caso y me tomé un té que bajó quemándome la garganta. Abrió una botella de vino tinto, llenó dos copas, colocó un disco de cumbias y suplicó: —Enséñame a bailar. Quiero declarármele a una amiga—. No bajé la guardia, seguro que algo tramaba —¿Qué piensas?—. Quedó perplejo. No anduve con rodeos —¿Cómo te diste cuenta de los videos?—. Dijo que olvidé borrar la grabación y me enseño una copia de la llave de mi cuarto. Me asusté pero me tranquilizó —Nunca he visto a una mujer desnuda—. Lo increpé —Mentiroso—, y rectificó —Bueno, a mi mamá, pero ella no cuenta— y sus ojos, dos lagunas de miel, me desarmaron.
No agarró el paso de la Cumbia —¿Tienes música tranquila?—. Colocó en el tornamesa un Danzón de marcados compases, y recordé a la Tía Amalita, que en paz descanse, quien decía: <<El Danzón se baila, cachete con cachete, nariz con nariz y mordiendo oreja>>. Me aproximé, rosé sus arreboladas mejillas y confesó —Ni siquiera sé besar—. Me contó que en sus sueños un chico desconocido se le ofrece para su primera vez, pero Orestes rechaza la idea porque le gustan las mujeres. Por sus confidencias deduzco que aún no se ha encontrado.
Del Danzón surgió un momento mágico. La luz de la cocina nos cobijó discreta, nos apretujamos y su hombría hizo sentirme protegida, deseada y feliz. “Ya tengo una razón para vivir”. Su rodilla entre mis muslos me hizo transpirar sensualidad. Me hablaba bajito, el vaivén de su cadera me sacó de este mundo y una corriente eléctrica bajó mi espalda hasta la última vértebra de mi coxis. Oí lejana la calle, el televisor de la vecina y la aguja del tocadiscos que necia iba y venía en los surcos centrales del Long Play que había terminado. La vida parecía detenerse.
Subimos ansiosos a mi recámara. Se volvió torpe, buscó mi oído, rodeo mi espalda, y una nalgadita me indicó que levantara los brazos y perdí la falda. Su ávida siniestra atrapó mis pechos y la diestra imperativa exploró mi vientre. Lo serené para no romper la magia, pues Amalita, que en gloria esté, decía: <<Los hombres ansiosos no saben hacer el amor>>. Su boca exploró mi cuello, me sujetó con energía y sus falanges torpes alcanzaron mi ropa interior, entonces se transformó su rostro. Era un desconocido, un monstruo borracho y apestoso. No se dio cuenta que el juego se tornó repugnante. Lo golpee hasta que reconoció mi estado emocional. Lo corrí. A Orestes se le vinieron encima los remordimientos. Lloró como el niño que aún era. No quise que se sintiera mal. Traté de contenerlo pero salió corriendo. Me paralizó un terror que creí superado. Me dejé caer maldiciendo mi niñez y rogando a Dios que me permitiera olvidarla.
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