ENTRENANDO CON CARRASCO
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Por Rafael Rojas Colorado
rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx-
Lino González, vecino del puente del Tejocotal, se levantaba a las cuatro de la mañana, chiflando despertaba a uno por uno de los compañeros de deporte que vivían cerca del barrio de los carriles, y a las cinco horas un grupo de ocho corredores ya se encontraban en la quinta calle de Zamora.
A esa hora los estábamos esperando, Armando Carrasco, Esteban Huesca (el compadre) y un servidor. Después del rutinario saludo y el canto de los gallos que anunciaban el amanecer, comenzábamos a trotar, nos perfilábamos por el empedrado barrio de paso ancho, a veces por la hacienda “Bola de Oro”, las dos sendas desembocan en el camino que conduce a la colonia Cuauhtémoc.
La luz tenue de la luna se filtraba por las delgadas sombras de la madrugada y el camino se aclaraba un poco. Aún en grupo cruzábamos el río por el puente de madera, las cristalinas aguas entonaban un murmullo que se amalgamaba con nuestras voces. Platicábamos amenamente mientras trotábamos, hacíamos planes para próximas competencias y los sueños fluían sin cesar, en fin, la alegría de la juventud estaba presente en nuestro corazón, el gozo era imposible esconderlo durante el entrenamiento y la libertad del espíritu parecía flotar en busca de los anhelos. Poco a poco iba en aumento el paso y la respiración gradualmente se agitaba. Todavía percibo el chasquido de los pasos de Armando Carrasco a mis espaldas, cada vez lo sentía más cerca hasta que se nos adelantaba y se iba a la punta, cuando empezaban las subidas, el grupo de atletas se convertía en una fila india, era natural, Armando Carrasco y Sergio Aguilar, comenzaban a jalar, –así se decía cuando alguien del grupo se iba a la punta–. Aún se percibía el oxígeno en el soplo del aire matinal y nos hacía sentir vivos.
Al subir esa sucesión de cerros el esfuerzo llegaba al clímax, siempre tratando de aventajar al compañero que iba a nuestro lado; esos entrenamientos, realmente eran diarias competencias entre nosotros, así nos forjábamos el respeto, la condición física y espiritual para las competencias en puerta, por esa razón nos exigíamos el máximo esfuerzo.
Armando Carrasco, era el atleta más fuerte y experimentado de nuestro grupo, siempre corría adelante, hasta que lo perdíamos de vista, nos esperaba en la cima de la montaña a la cual todos debíamos de llegar, de regreso, el pelotón de atletas bajaba con paso suave, charlando, paladeando el paisaje y el sentirse de alguna manera realizado por ese maravilloso día de entrenamiento.
Todo esto era con el propósito de adecuar la condición física, la técnica de correr, pero, sobre todo, de encontrar el paso y la suficiente inspiración para el día de la competición.
Fueron días de convivencia deportiva, de retos, de sueños, de convivir con la naturaleza y consigo mismo. Siempre quedó en el alma un halo de emotividad por disfrutar los diversos recorridos que acunaba el verdoso vergel, antes de ser depredado por la mano del hombre. Con estos entrenamientos logré correr mi primer medio Maratón en el año de 1982 (1,22.30) Coscomatepec-Huatusco, treceavo lugar en mi categoría, el ganador lo fue Pedro Ruíz.
En aquellos años cuando un novato se acercaba a un atleta destacado en busca de su experiencia, se le llamaba “Pupilo”, entonces en esa época, nosotros éramos “Pupilos” de Armando Carrasco (carrascuas) y él a su vez lo era del “Chicles” Villanueva, con todo respeto de don Antonio Villanueva Osorio, legendario atleta mundialista nativo de Xalapa, Veracruz.