Eran otros tiempos
Daniel Badillo
A Virginia González Alarcón, con
la gratitud de siempre.
Sí, qué tiempos aquellos. Solíamos reunirnos a las doce de la noche en la casa de uno de ellos. Afinábamos guitarras y ensayábamos un rato. Así lo hicimos en la secundaria y en la prepa, hasta que la vida y los estudios nos llevaron por caminos diferentes. Nos poníamos de acuerdo entre semana y, al azar, escogíamos las casas, las muchachas y una a una las canciones. Trazábamos la ruta de tal forma que empezáramos por los lugares más distantes, hasta llegar al centro de mi bello Coatepec. No éramos tenores ni nada que remotamente se le pareciera, pero habíamos logrado armar un trío de voces. Las muchachas nunca se quejaron de las desentonadas ni los «gallos» que, de vez en vez, por el frío de la noche, salían de nuestras gargantas. Entre ensayo y caminata a media calle, sin carros, sin ruido y acompañados del silbido de uno que otro velador, avanzaban los minutos. A la una de la mañana empezaban los conciertos. Nuestro fuerte: el bolero, sobre todo de Álvaro Carrillo. Llegábamos a las casas de manera sorpresiva y luego de una, dos o tres canciones, se encendía la luz. Las más de las veces salían las muchachas desveladas, en pijama o enrolladas en cobijas. Agradecían la música. Nos daban un abrazo y se volvían a dormir. Pero no siempre fue así. Alguna vez nos recibieron con pedradas y otras tantas los papás de las muchachas prodigaban recuerdos maternales. Si era algún cumpleaños empezábamos con las «Mañanitas» y hasta nos daban chocolate y pan. Cierta vez llegó la policía. Nos preguntaron qué hacíamos de madrugaba, a pesar de ver las guitarras y el requinto. Dimos nuestra explicación, y los policías se sinceraron con nosotros: «…Nos hablaron a la comandancia porque hacían mucho ruido». Jamás imaginé que cantáramos tan mal.
Otro día ocurrió algo bochornoso. Un amigo nos había contratado para llevarle serenata a su pareja. Esa vez nos tuvimos que vestir de traje. Ensayamos varios días porque era la primera ocasión que nos pagaban para cantarle a alguien. Siempre lo hacíamos por gusto o por el interés de conquistar a una muchacha. Se llegó aquel día. El novio pasó por nosotros en un carro desvencijado que echaba humo como si estuviera ardiendo y que le había prestado un familiar. Bañado en perfume, con un ramo de rosas en la mano, llegamos al lugar de la tocada. Mientras nos poníamos de acuerdo, de la casa, a hurtadillas, salieron dos enamorados. Ella abrazada, corrijo, prácticamente colgada del cuello del hombre, se lo comía a besos. La cara del amigo que nos había contratado enrojeció. De tan abiertos, sus ojos se salían de su lugar. A gritos nos pidió que nos calláramos. Del asombro pasó a la ira y de la ira a los golpes. Como gallo en un palenque, enfrentó a su rival de amores, pero más a la mujer. Se trataba de la novia. Entre el griterío, la confusión y los manotazos, el otro enamorado se echó a correr como alma que lleva el diablo. Desconsolada, la mujer intentó explicarle. No hizo falta. Todos vimos aquella escena propia de «Casablanca» con Ingrid Bergman y Humphrey Bogart. Salieron los vecinos y se armó un gran alboroto. La muchacha se metió en su casa y el amigo se dejó caer sobre la banqueta. Las flores terminaron esparcidas en la calle. Llorando de coraje, el amigo se jalaba el pelo. No supimos más qué hacer. Esa noche nos regresamos caminando. No hubo serenata, ni paga. Solo el show del que nos acordamos hasta ahora y, claro, la deuda por la renta de los trajes. Sí, eran otros tiempos. Se podía caminar de madrugada sin mayor preocupación. Las calles vacías. Ni rastro de gente. Seguros. En paz. Visitando a las muchachas y llevándoles canciones. Ojalá todo fuera como antes. ¿Cuándo perdimos la tranquilidad, la paz y el poder vivir de noche?