FURIA
FURIA
Por Profesor Humberto Héctor Negrete
López
Nací
y crecí en un lugar muy particular: a unos pasos de uno de los puentes
espectaculares de la ciudad de Orizaba, “La Señora de los Puentes”; uno de los
treinta y nueve puentes que le hacen cobijo al río Orizaba. Cuando el río estaba crecido, en la época de
lluvias, dormíamos arrullados por su murmullo; pero cuando de verdad crecía
hasta rebasar sus bordes, daba miedo y, desde el puente, veíamos hipnotizados,
cómo, el caudaloso torrente de agua turbia, bramaba y arrastraba toda clase de
objetos y animales que encontraba a su paso. A la orilla de ese río, que atraviesa la
ciudad, estaba nuestro barrio y ahí jugábamos y buscábamos fantasmas y misterios pero nunca los encontramos.
Éramos
varios amigos empeñados en encontrar algo sobrenatural en recorridos nocturnos y sesiones de
“cuentos de espantos” que, aunque sabíamos que muchos eran totalmente creados
al instante por la imaginación desbordada y, aderezados con brujas y duendes
que nadie jamás había visto, nos causaban miedo y ya nadie quería irse solo a
su casa.
El
enorme patio, enclavado en el corazón de la ciudad y muy cerca de la hermosa
alameda, tenía un gran encanto y es parte de la historia de la fundación de
Orizaba, pues según los historiadores, de Este a Oeste, desde el cerro del Borrego hasta el Río
Orizaba, se originó el barrio de Santa Anita, pues los originales levantaron
una capilla a N. Señora de Santa Ana, dando origen al Patio de Santa Anita, del
cual les hablo.
Esta
construcción, que estaba entre dos puentes, según su historia, fue también un
convento, y así lo creo pues los muros de las casas eran de un metro de grosor
y muchas de las viviendas parecían claustros, pues eran oscuras y poco
ventiladas. Algunas construcciones estaban deshabitadas pues era imposible
abrir ventanas y sólo tenían altas puertas. Nos gustaba entrar a esos lugares
absolutamente oscuros y silenciosos donde no se podía uno ver las manos y
temblábamos de miedo pero nunca pasó algo. Con lámparas o cerillos iluminábamos
y veíamos nichos góticos, que indicaban un lugar religioso en otros tiempos.
Así,
nuestra vida transcurría con la melancolía de esos años que nunca regresarán.
A
pesar de las historias de aparecidos que circulaban en el barrio, nunca tuvimos
verdadero miedo de los lugares que frecuentábamos. Uno de esos lugares era un
pequeño solar que, solitario, tenía, al fondo, un pequeño cuarto con una gruesa
puerta de madera que se cerraba por fuera con un gran candado. Esa habitación
era frecuentada por un señor ya muy canoso, entrado en años, al que a veces veíamos llegar y abrir el lugar.
Era un ser silencioso que parecía no hacer ningún sonido; logramos ver que era
un taller de carpintería y que lo que llegaba a hacer el señor, era un ataúd, ¡su
propio féretro! pues se estaba preparando para morir. El cuarto estaba
iluminado tristemente con un foco que daba una luz mortecina que apenas permitía
vislumbrar los objetos pues no tenía ventana alguna y se entendía que había
sido un claustro.
Ahí
fue donde, inesperada y verdaderamente, tuvimos contacto con algo sobrenatural.
En ese lugar donde jugábamos futbol, canicas, trompo o cualquier entretenimiento
de la época.
En
una ocasión en que el viejo abandonó el lugar después de trabajar en su cajón,
cerró, como siempre, la puerta, colocando el candado por fuera y se fue.
Era
plena tarde, tal vez las cinco o seis, y, alguno de mis amigos, sin querer,
pateó la puerta al recargarse. Al instante, alguien o algo que estaba adentro
de ese lugar cerrado, azotó con furia la
puerta de dos hojas, haciendo que se entreabriera una pequeña rendija por un
segundo. Todos quedamos sorprendidos pues sabíamos que ahí no había nadie. Era
un lugar sin otra salida; un pequeño cubo oscuro y hermético.
Como
éramos varios los presentes, después de la sorpresa inicial, empezamos a reír
envalentonados por el número y, tratando de no dar signos de cobardía, alguno
fue y pateó nuevamente la puerta que, al instante, volvió a azotarse con ira,
como si el personaje que estaba dentro, deseaba no ser molestado en lo mínimo.
Algunos buscaron piedras y empezamos a aventarlas contra esa madera, que
igualmente se azotaba haciendo bailar el candado. Así estuvimos un rato, hasta
que, con algo de miedo, nos fuimos retirando.
Volvimos
varias veces más y siempre ocurría lo
mismo. Se volvió un entretenimiento, pues no faltaba el amigo que decía: “Vamos
a donde espantan”. Cargábamos piedras y
palos, como si fuéramos a luchar contra un poderoso enemigo y atacábamos,
pateando por turnos la puerta y nos respondía con la misma furia. Ahora ya no recuerdo por qué dejamos de
ir.
Al
paso de los años, y ya convertidos en adultos, los que nos hemos encontrado
ahora, recordamos lo ocurrido y no falta alguno que diga: “te acuerdas que nos
espantaban…”
Octubre
de 2020