Furia
Furia
Por
Mónica Mendoza Madrigal
La protesta es una de las formas de
expresión de los grupos sociales que se inconforman de manera pública ante
medidas que les son opresivas. Hay múltiples maneras de manifestarse y en cada
una, los grupos que las ejecutan han colectivizado sus reclamos y compartido la
lucha que les une.
No hay
protestas ilegítimas. El propio marco normativo mexicano eleva el derecho a
manifestarse y a unirse para la consecución de sus fines. Por lo que a las
mujeres respecta, en los 300 años de asumirse como movimiento social y político
su acción pública ha estado fundada en la reivindicación de derechos, con el
reclamo de obtener el acceso a los ámbitos que le han sido vedados por el
condicionamiento patriarcal a ocuparse de las tareas privadas.
Así pues,
desde las primeras luchas en donde Olimpia de Gouges exigió tener derechos y
ser reconocida como ciudadana –lo que le costó ser guillotinada- a las batallas
por acceder al sistema educativo del que también estábamos marginadas, llegamos
a la era industrial, en donde las mujeres nos unimos a las luchas obreras y
luego reclamamos para mejorar las condiciones de trabajo, pues como Flora
Tristán afirmó: “éramos las proletarias del proletariado”.
Es con el
sufragismo cuando el nuestro se constituye como un movimiento político y social
articulado y comienza una dura batalla en todos los frentes: emitiendo
postulados como el “Séneca Falls”, que se convierte en un manifiesto político
de las agrupaciones que salen a exigir derechos, irrumpiendo en el espacio
público, gritando, reclamando, rompiendo todo. Y gracias a ello logramos votar
y ser votadas.
A partir de
entonces, muchos de los derechos de los que hoy las mujeres gozamos –feministas
y no feministas- han sido producto de batallas libradas así, a fuerza de
protestas, con exigencias, con luchas que han costado sangre y muerte. Con
dolor y con pasos imposibles de desandar. Los profundos cambios sociales que
hemos alcanzado a partir de entonces, son irreversibles.
Llegamos a
esta primavera violeta, a esta revolución feminista gracias a una nueva
generación de mujeres jóvenes que no tienen miedo, no piden permiso, no tienen
nada que perder, porque lo perdieron todo. Si exhiben sus cuerpos las
criminalizan. Si deciden abortar se enfrentan a que tiene más derechos un
violador que una mujer. No pueden ir a la escuela o a la calle sin que las
acosen. No pueden trabajar y ganar lo mismo que los hombres. Y por eso es que
ellas no temen nada.
A las mujeres
de mi generación nos coaccionan condicionando nuestros empleos, pero a ellas
no. Y entonces su fuerza nos inspira y nos contagia y nos libra del yugo que
nos institucionaliza.
A partir de ellas hoy ejercemos el
legítimo derecho a tener rabia. Y la ira es la resultante de mil batallas
perdidas, de que no haya suficientes denuncias interpuestas, ni asesinos
condenados, ni acosadores despedidos.
La ira por la
incomprensión, el reclamo, el desprecio. Por la falta de confianza, por el
llanto contenido, por aguantarse los golpes, por la humillación, por la
violencia, por el sexismo, por la discriminación, por las burlas, por la sorna,
por la ofensa, por la duda, por la culpa, por la afrenta y por el desprestigio.
Hay un poder
revolucionario en la ira que transforma todo. Ninguna revolución pide permiso.
Existe en ello
una fuerte connotación política, más efectiva que los tratados y los acuerdos,
más poderosa que el cabildeo. Porque ese enojo sí le alcanza a las mujeres de a
pie y aun cuando a nadie le devuelve a sus muertas, sí cumple con el ciclo del
enojo, porque ya es imposible seguir fingiendo que aquí no pasa nada.
Dice un posteo
en redes que “en las marchas no solo destruimos, también sanamos”. Por eso es
tan transformador. Dejas de ser una y te conviertes en Todas.
Y claro que
nos tienen miedo. Porque somos muchas. Porque estamos enojadas. Porque no nos
compran. Porque no nos callan. Así que es más fácil pretender dividir entre
“feministas buenas” y “feministas malas”, construyendo una narrativa en la que
de nuevo somos nosotras las culpables favoritas, cumpliéndose lo que Rita
Segato ha señalado sobre la violencia: “somos botín de guerra”, porque a
nosotras nos matan y a nosotras nos culpan.
Las enojadas
no son “vándalas”, somos todas. Ese es un poderoso llamado a mantenernos unidas
y a entender que hoy ninguna está segura. Ninguna narrativa oficial debe ser
más poderosa que la exigencia de vivir seguras.
Las enojadas
son jóvenes sí, pero son también madres que han cavado bajo la tierra hasta
encontrar los restos de sus desaparecidos, porque nadie sino ellas, quieren que
su persona amada pueda al fin descansar en paz.
¿Y si quien
faltara fuera tu madre? ¿Y si la del cartel a quien se busca como desaparecida
es tu hija? ¿Entonces sí te dolería? ¿Entonces sí lo entenderías?
Si fuera mi
caso, rompería cristales y destruiría monumentos. Yo también lo quemaría todo.