Ars Scribendi

HISTORIAS DE AYER

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Historias del ayer

Rafael Rojas Colorado

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

  Despertaban los años sesenta y en la vida del pueblo predominaban las costumbres y tradiciones provincianas; las del campo no eran la excepción. La gente creía en el fraile, el catrín y los duendes, entre otros espíritus malignos, que perturbaban la tranquilidad de los pobladores. Los pleitos no escapaban de este modo de vida, eran tan frecuentes que la gente estaba acostumbrada a presenciarlos como si fueran parte del diario existir. Cierta ocasión, por el rumbo del puente de tablas, la tarde ya pardeaba cuando de una cantina, salieron dos hombres lanzándose retadoras amenazas. Las débiles luces de los candiles se empezaban a encender en las casas de tablas, apenas difumando la penumbra que antecedía a la noche. En donde comienza el puente de tablas los presentes reconocieron inmediatamente a don Petronilo Grajales, el prelado, de su cintura desnudó un puñal de buen tamaño frente a la agresión que sufría. Su oponente, hombre maduro y espigado, alto, de rasgos faciales endurecidos; de su hombro izquierdo pendía un morral de yute, y en su mano derecha sostenía con fuerza una especie de látigo., El látigo silbaba en el aire cuando aquel hombre con saña lo dirigía a don Petronilo, quien paraba los golpes con el antebrazo izquierdo que en poco tiempo le comenzó a sangrar. Don Petronilo al recibir los latigazos saltaba hacia atrás y con rapidez regresaba al ataque dirigiendo su puñal al costado de aquel singular personaje que nadie conocía. A cada instante los curiosos se sumaban, todos temían lo peor, pero nadie se arriesgaba a separarlos. Las mujeres rezaban para que se calmaran, les gritaban que por el amor de Dios ya no pelearan. Todo era en vano, los dos protagonistas sabían que se jugaban la vida, por esta razón con astucia se vigilaban cada movimiento. A cada instante saltaban de un lado hacia otro. La piel de ambos estaba ruborizada por el odio que envolvía sus cuerpos, la ira les golpeaba el cerebro, para entonces, los sombreros estaban tirados en las piedras. El frágil murmullo del riachuelo que serpenteaba bajo el puente de tablas emitía presagio. Don Petronilo era el más lastimado porque con el antebrazo detenía los latigazos que brutalmente le enviaba su oponente. La sangre le escurría hasta la cintura y las piedras estaban salpicadas del líquido rojo. La tensión entre los contrarios les mantenía despiertos los sentidos y se lanzaban insultos a diestra y siniestra. Una vecina comenzó a regar agua bendita y apresuradamente rezaba para que el demonio se alejara y estos cristianos dejaran de pelear. Todo fue inútil, mientras unos vecinos gritaban que dejasen de pelear, otros animaban a don Petronilo que se vislumbraba como el perdedor, al menos la sangre que brotaba de su brazo así lo enunciaba. El tiempo transcurría y los rijosos se notaban cansados, los minutos que velozmente avanzaban les mermaba resistencia, el sudor perlaba sus frentes; solo el látigo y el puñal parecían de hielo, como si desearan cumplir un objetivo: Matar. De pronto el hombre espigado descargó con fuerza un latigazo más. Pareciera que con ese golpe deseaba terminar su objetivo; esta vez don Petronilo aguantó el embiste sin despegar los pies de las frías piedras. Tal vez con el último destello de agilidad saltó hacia el frente tirando con fuerza la puñalada, su rival soltó el látigo y le valió la vida el morral que colgaba de su hombro izquierdo. El morral cayó en dos partes al suelo. Aquel hombre espigado que nadie conoció y suponían vivía en los montes, partió a correr al verse desarmado, así salvó su vida. Don Petronilo, gritó, -pinche maricón- y recogió las dos partes del morral de su oponente, se las llevó a su casa, posiblemente como un trofeo de guerra.

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