Incerteza
Yuzzel Alcántara
A mi madre, por darme una vida que volvería a vivir.
Siento como si le estuviera diciendo adiós a todo. Un bloque de hierro entre mi yo futuro y lo que alguna vez fui. Un gran espacio, un abismo que se abrió de pronto entre un mes y otro. No es un alivio ni una tregua entreverlo. No es un respiro ni un momento de tranquilidad. No es euforia. El fin de la epidemia es un remolino de incerteza. Siento como si tuviera que decirle adiós a todo. A todo eso que fue lo “común”, lo “ordinario”, lo “cotidiano”. Y no quiero.
Una tarde caminando bajo el sol, brioso o anubarrado, hacia algún lugar o hacia ninguno, hacia el parque hacia una montaña hacia un recuerdo. Cuántas tardes de esas pululan mi infancia. No quiero tener que cubrirme la boca, la nariz, ni los ojos viviendo a metro y medio de todo. Un despertar sin tempestades de noticias ni notas rojas ni cloro, sin obsesiones por ninguna cifra, por la chapa desinfectada ni por el gel antibacterial. Cuántas mañanas de parsimonia cálida con abrazos de mi madre no quiero dejar atrás por temor a contagiarla. Un día, tan sólo un día sin que un muro defina hasta dónde me puedo mover, hasta dónde y cuánto he de poder ver, tocar y oler, pudiendo atravesar kilómetros de distancia. Un estar, un pasar el tiempo sin sentir que afuera algo y alguien más se derrumba: lloran más que ayer, mueren más que ayer, las tripas se les encogen más que ayer, golpean más que ayer, se drogan un poco más que ayer.
Jamás el después lo había sentido tan desconectado del antes, o la consecuencia tan exageradamente disímil de la causa. Jamás había sentido tan nítidamente el fin de aquellos tiempos que tan poco tiempo pude disfrutar, y que Lousie Glück resume en estas líneas: “En una época, / sólo la certeza me daba /alegría. Imagínense…/ la certeza, una cosa muerta”. Esa cosa muerta, tan malditamente necesaria, ahora nos resulta tan inverosímil y ficcional porque ha huido para siempre de nuestras vidas. Vivir incierto es como vivir al borde, frente al abismo de todo, con la nada como único sostén: sin seguridad de nada, sin ahorros de nada, sin confianza en nada. Y el fin de la epidemia trae consigo un remolino de incerteza que no deberíamos dejar destruya nuestra capacidad de proteger lo que habíamos construido. Podemos vivir inciertos –es cierto– y no saber qué vendrá después, pero lo que no debemos es olvidar que sabemos qué no queremos que venga después. Y no deberíamos aceptar un porvenir impuesto hecho con estos pocos e infames restos de certeza: más pobres más pobres, más moribundos muriéndose sin poder abrazar ni ser besados, más miedosos llenos de más miedo –al infectado, a contagiarse, a tocar cualquier objeto–, más yo’s virtuales que tele-trabajan, tele-platican, tele-aprenden y se tele-recrean, más poderosos mofándose con su aumento de poder, más amazon, facebook, youtube, zoom, netflix, con perfiles más exactos de nuestra personalidad –dada la cantidad descomunal de datos que les hemos regalado durante el confinamiento. Y, supongo, nos tocará a nosotros evitarlo. Hacer algo. No dejar que nuestros atisbos de libertad en marcha se nos escurran como granos de arena entre las manos. Porque entonces viviremos con una enfermedad peor y sin vacuna posible. Un lastre de subordinación. Un mundo sin rebeldía. Un mundo sin disidencia.