Karl Jaspers
De Persona a Persona
Juan Pablo Rojas Texon
En un pasaje de su “Autobiografía filosófica” Karl Jaspers escribe que fue Martin Heidegger quien le hizo familiar la tradición cristiana del pensamiento, particularmente la católica. Ese joven –por entonces asistente de Husserl, públicamente apenas conocido, pero ya con cierta fama alrededor– le facilitó literatura valiosa de san Agustín, santo Tomás y Lutero, y en medio de las reuniones sostenidas le proporcionaba indicaciones aisladas y dispersas sobre las relaciones en las teorías de aquellos que más tarde vendrían a madurar en el pensamiento del propio Jaspers.
Un pasaje bíblico le parece especialmente significativo y punto de partida de sus reflexiones en torno a esta ferviente doctrina; aquel en que Baruc se lamenta: “¡Ay de mí, que añade Yahvé congoja a mi sufrimiento! Me he agotado en mi jadeo, pero sosiego no hallé”, y el profeta Jeremías responde: “Esto dice Yahvé: ‘Mira, lo que he edificado, yo lo derribo, y lo que he plantado, yo lo arranco; haré esto por toda la tierra. ¡Y tú andas buscándote grandezas! No las busques’” (Jr 45, 1-5).
Lo que Jaspers fundamenta en tales versículos es, ante todo, que Dios existe. Todo fue hecho ex nihilo por Él y, porque Él es creador, todo está en sus manos. Por eso, aún en medio del más duro fracaso y la pérdida más angustiante, queda siempre algo: Dios. Y porque es Él lo que queda, cuando experimentamos la ilusoria sensación de no tener nada más, con Él nos debe bastar.
De Dios no podemos saber nada en el mundo, pero sí sabemos de Él por el mundo; porque Dios no se nos muestra en abstracto. Para descubrirle es preciso que el hombre se hunda en la existencia, raye sus límites, hasta sentir la necesidad de renunciar “plena y totalmente a sí mismo y a sus propias metas”. Sólo entonces la realidad de Dios se volverá la realidad única del hombre. Sin embargo, participar de dicha realidad no implica saberla, ya que no es en el pensamiento donde se tiene acceso a Dios, sino en la fe, una fe que brota de la libertad del hombre.
Jaspers considera que sólo un “hombre realmente consciente de su libertad está cierto de la existencia de Dios”, porque sabe que lo que es no lo es por obra de sí mismo. Así, libertad y Dios son inherentes. Negar la propia libertad es negar directamente a Dios y viceversa. “Si no siento el milagro de ser yo, no necesito relación ninguna con Dios, sino que me contento con la existencia de la naturaleza, de muchos dioses, los demonios”.
Por eso, una de las formas más plenas de ejercer nuestra libertad –y, por tanto, de acercarnos a Dios– es aceptar Su voluntad. Hacerlo es postrarse ante el Dios escondido, el Dios que no puede mostrarse, a creer en El incomprensible, de quien nada podemos saber más que lo que Él mismo ha revelado a los profetas y hecho manifiesto a través de Jesús. Sin revelación Dios carece de realidad para el hombre, aunque tal realidad –por ser ajena a la experiencia sensible– no sea concluyentemente demostrable.
En Dios lo único que cabe es la fe y en ella no existe ‘la seguridad del saber, sólo la certeza en la práctica de la vida’. Creer en Dios significa vivir de Él, vivir de tal suerte que, aún cuando sea invisible, imperceptible, osemos afirmar que existe.
Filósofo, psiquiatra y médico, Karl Theodor Jaspers dedicó su vida al estudio del ser y la existencia y meditó seriamente sobre la terrible amenaza que las instituciones político-económicas y la ciencia modernas constituyen para la dignidad humana. En el estallido de la Primera Guerra Mundial vio una ruptura con la tradición occidental. Fue un periodo difícil para él, como para el resto de los europeos; su vida y obra estuvieron en peligro, ya que la tiranía hitleriana lo destituyó de su cátedra y le prohibió publicar. “Sólo la entrada de las tropas norteamericanas en Heidelberg, el 1 de abril de 1945, evitó que fuese deportado, junto con su esposa judía, a un campo de concentración” (H. Horn). Decepcionado de la situación política alemana de postguerra se traslada a Basilea (Suiza), donde muere, a los 86 años, el 26 de febrero de 1969, convencido de que “el pensamiento filosófico debe llegar a ser comprendido en conexión con la acción de lo pensado”.