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LA CONSTITUCIÓN PARA PRINCIPIANTES

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LA CONSTITUCIÓN PARA PRINCIPIANTES

 

Grupo Reforma                                    

Agencia Reforma

 

Ciudad de México, 5 febrero 2025.- Enrique Peña Nieto perdió una oportunidad de oro, durante su campaña a la Presidencia, cuando el periodista español Jacobo García le preguntó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara acerca de sus libros favoritos.

 

Los líderes de multitudes tienen poco interés en la lectura; sin embargo, el escenario en que fue hecha la pregunta hizo que fuera repentinamente lógica. El futuro Presidente de México habría quedado de maravilla al decir: «No quisiera hacer una lista para no dejar fuera a las muchas obras que me han marcado, pero no puedo dejar de mencionar el libro al que en verdad me debo: la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos».

 

Como el Finnegans Wake, intraducible portento concebido por James Joyce, nuestra Carta Magna es una forma de la complejidad que goza del prestigio de lo desconocido. Los redactores de la versión original de 1917 desempeñaron el trabajo efímero más célebre del País, que la capital recuerda con una avenida enorme, casi siempre embotellada: Constituyentes.

 

Las familias que descienden de un legislador del 17 son dueñas de un orgullo tan legítimo como difícil de argumentar. Visto de lejos, aquel bisabuelo es un personaje heroico; de cerca, se convierte en el esforzado señor que propuso el artículo 107, fracción IX, inciso b.

 

Durante casi un siglo, la Constitución recibió cerca de 700 enmiendas. Algunas de ellas se contradecían y eso permitió convertirla en un estupendo motivo para que litigaran los abogados y el público se quedara en las mismas.

 

No han faltado, por supuesto, los alardes interpretativos.

 

Cuando Rubén «El Púas» Olivares contendió como candidato a diputado por el Partido Socialista de los Trabajadores, dijo con entusiasmo: «Ya leí la Constitución y está bien chingona». Con esa frase el boxeador ganó el round que perdió Peña Nieto. No necesitaba saber de leyes para elogiar con picardía lo que casi nadie entiende.

 

En la Ciudad de México, donde las calles se bautizan con cívico dramatismo, debería haber una llamada Mártires de la Constitución. No aludiría a quienes derramaron su sangre para defenderla, sino a quienes han hecho la penitencia de leerla.

 

El ciudadano ávido de leyes encuentra en nuestra Carta Magna una insólita lengua muerta creada por gente viva. Esto en modo alguno es privativo de nuestro País; los abogados han enrevesado el idioma en toda América Latina.

 

En 1928, Oswald de Andrade escribió en su irónico Manifiesto antropofágico: «Pregunté a un hombre qué era el Derecho. Él me respondió que era la garantía del ejercicio de la posibilidad. Ese hombre se llamaba Galli Mathias. Lo devoré».

 

En México, el lenguaje jurídico reinventa los usos verbales. Ante una situación temible, suena elegante que el Juez «obsequie» una orden de arresto. Ante una revuelta local, nuestra Carta Magna recomienda a los Gobernadores buscar la ayuda del Congreso y del Presidente. Pero en vez de decir eso, sugiere «excitar a los Poderes de la Unión». Conjugar ese verbo es peligroso, sobre todo si depende de legisladores que dieron lugar al neologismo «diputable». ¿No sería mejor usar un término más directo para evitar sospechas?

 

¿Qué dice la Carta Magna de una de las más socorridas deficiencias de las Cámaras, el ausentismo? Consciente de que la falta de quórum es grave, los redactores despacharon un verbo dominguero: «compeler» a los que no estén presentes. Queda la duda de si eso también se aplica a los que estén dormidos. ¿El burocrañol clásico admite la expresión «te compelo a que despiertes»?

 

En ocasiones, la dificultad de entender hace que nuestro Libro de las Leyes se convierta en una novela de aventuras. Una modificación de 1960 señala que las islas del País «dependerán directamente del Gobierno de la Federación, con excepción de aquellas islas sobre las que hasta la fecha hayan ejercido jurisdicción los Estados».

 

El asunto es apasionante: la Federación deberá hacerse a cargo de todas las islas que, a partir de 1960, se encuentren fuera del control de los Estados, lo cual sugiere que nuestra tierra pródiga ¡tiene islas por descubrir!

 

Los propios abogados saben que el lenguaje jurídico cansa, envejece y causa alergias. En su libro No estudies derecho, Juan Jesús Garza Onofre, miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas, escribe: «Los códigos y las leyes no incluyen respuestas concretas o exactas a los problemas sociales, sino que necesitan indispensablemente de un intérprete». En efecto; la persona llevada a tribunales se puede encontrar en una situación tan inerme como la de los indígenas que pasan por el mismo trance sin hablar español. La falta de comprensión brinda una de sus principales fuentes de empleo a los abogados, que consiste en resucitar una lengua muerta.

 

Durante la discusión sobre la reforma judicial, Eduardo Andrade Sánchez, quien fuera Abogado General de la UNAM, dijo en varios foros: «La primera interpretación del Derecho es gramatical». Nada más cierto. El problema es que, como advierte Garza Onofre, los abogados protegen su oficio con dientes, uñas y adverbios, desplegando una estrategia lingüística destinada a «oscurecer y monopolizar la comunicación entre operadores y usuarios de las dinámicas jurídicas».

 

Ningún idioma es perfecto y el constitucional ha tenido enmiendas, pero también erratas. Las primeras fueron consignadas en el Diario Oficial, el 6 de febrero de 1917, al día siguiente de la promulgación. Desde entonces ha sido muy difícil fijar el texto, por los muchos cambios que recibe y porque en ocasiones se integran galimatías. Consulté la octava edición publicada por la CNDH, que cuenta con ocho prólogos destinados a señalar las principales modificaciones hechas en cada versión. El primero de ellos, de 2004, aclara: «La técnica legislativa en nuestro país no ha sido, hasta fechas recientes, materia de estudio en las facultades de derecho y el legislador no siempre ha contado con el apoyo de expertos que le proporcionen la muy necesaria labor de asesoría al momento de expedir una reforma constitucional». En otras palabras: los diputados se suelen hacer bolas y cada edición de la Carta Magna busca reparar el caos.

 

Hace unos 10 años, el cineasta Paul Leduc convocó a amigos de distintas profesiones a discutir temas del Estado de Derecho, guiados por el abogado Javier Quijano.

 

Cuando invité a un destacado columnista de este diario a participar en las sesiones, respondió en forma inolvidable: «el Derecho no es sexy».

 

Tenía razón; estábamos ante un tema abstruso que sólo excita a los Poderes de la Unión.

 

Con todo, pensábamos que el tema adquiriría progresiva urgencia (sin prever, por supuesto, la dimensión que alcanzaría en 2025).

 

Los exorcistas han demostrado que, cuando el Diablo se apodera de una persona, no dice cosas sencillas: habla en arameo. Las lenguas raras, o de preferencia muertas, representan un recurso de poder, pues sólo son dominadas por expertos. La Constitución se ha escrito con el método contrario al exorcismo: los notables ideales se cubren de un lenguaje críptico. Sólo los licenciados disponen del password. Al proteger su oficio, alejan a la gente del espíritu de las leyes.

 

Esto explica la indiferencia ante los asuntos jurídicos: no se defiende lo que no se entiende. En 2025 la Constitución se ha convertido en una mera sugerencia que la legislatura modifica cada quince horas. El texto se desvanece a medida que se lee esta frase.

 

Su prestigio derivaba de ser una forma especializada del conocimiento.

 

Si se hubiera acercado al lenguaje de los mexicanos, la frase del «Púas» Olivares no habría sido vista como un golpe de ingenio, sino como un dictamen certero.

 

Demasiado tarde comprendimos que a la Constitución le pasó lo que a tantos artistas: era chingona, pero no fue entendida.