Especial

La feria

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Por: Juan  A. Morales

Durante el año el pueblo se adormece. En febrero la tolvanera corre por el Valle, silba entre las pencas secas de la nopalera, agrieta la tierra, la levanta y la anida en la nariz y los dientes. En mayo el calor tuesta el cuero de la gente, y los aguaceros de agosto bajan furiosos de la montaña, escaldan el Valle y arrastran al llano gallos y borregos muertos. Las heladas no respetan calendario, queman las plántulas, resecan la milpa y acaban con la papa. Cada temporada impone un ritmo a la vida del llano. Yo me rijo por el almanaque de la fe: Reyes, cuaresma, Corpus Cristi y la fiesta de San Miguel Arcángel. La gente espera la feria que se empata con las fiestas patrias y olvidamos tantito las penas. De no ser por la feria, no habría dónde refugiar el tedio.

Era cosecha y llegaron los juegos mecánicos. El pueblo bullía. La boruca bajó de las rancherías y se congregó en el llano. Los comerciantes se instalaron en los portales. La Posada era algarabía y Don Nicolás, el dueño del Mesón, colgó de los postes hilos con papel picado. En el Portal las marchantas aposentaron sus tinacales y jícaras para vender pulque. El cura cerró las calles y las piadosas de la “Vela perpetua” armaron tenderetes para la vendimia de antojitos, escapularios y estampitas. Los rancheros compraban ceras, milagritos de azogue y latas de aceite de oliva para la lámpara del Santísimo. Cada año, esta venta costea y garantiza el éxito de la festividad. Por la noche, a los acólitos nos encomendaron la tarea de empaquetar y devolver a los puestos de las beatas, los milagros, las ceras, y las latas para venderlas por vez enésima.

Subieron en andas la estatua alada, y diez hombres la pasearon por las polvorientas calles. El sol fulguraba en la armadura azul cobalto, y bajo el metal se veía un fino coleto de cuero, proveniente de las tenerías de Coatepec. El faldón de satén azul dejaba al descubierto los lechosos muslos del varón, y bajo las botas estaba el demonio derrotado y amenazado por la toledana, una espada que doña Edelmira, la dueña de la fábrica de embutidos, trajo desde España para que luciera mejor armado el Arcángel.

La procesión enfiló por las laicas calles de Benito Juárez, dobló en Leyes de Reforma, continúo por Juan Álvarez y regresó por Constitución de 1857. Las rancheras lucían sus faldas zanconas de colores vivos, rebozos terciados y largas trenzas atadas con listones tricolores. La orquesta de San Juan Xiutetelco encabezaba a los caballeros de la “Espada Flamígera”, que hacían turnos para cargar la efigie. El cura ornamentado en amarillo y oro, partía plaza seguido de los monaguillos, y yo atizaba el sahumerio del que escapaba una nube de copal que bañaba a las damas de la nocturna Adoración.

En un descanso para relevar a los cargadores apareció una niña güera, con sus once años brillándole en los cabellos de elote. Sin mediar palabra se metió a la columna, entre los Caballeros de la Espada Flamígera y las beatas. Repartía volantes. Me vio de frente, me entregó un panfleto y apretó mis dedos  ¾¿Irás? Preguntó y me dejó lelo. No sabía qué hacer con el papel. Traté de levantar mi alba almidonada y la roja sotana; pero el cíngulo me lo impidió. Me veía divertida. Le entregué la cadena cobriza del sahumerio, y con calma arremangué la enagua y guardé el impreso en la bolsa trasera de mi pantalón, pero me reprendió doña Emerenciana, devota de la Congregación de San Francisco. “Paz y bien, hermana” ¾dije al recibir el cocotazo.

Terminada la función fui al parque. Las carpas estaban recién pintadas. En la primera presentaron a la mujer pulpo, que decía el gritón de la entrada, había sido castigada por desobedecer a sus padres. Vivía en una enorme pecera y las truchas nadaban en torno suyo. Con un tentáculo, la guapísima muchacha quería atrapar un camarón seco que el Capitán “Escualo” le arrojó al estanque y las beatas se persignaron y evocaron la magnífica “Glorifica mi alma señor…”. En tan sólo cinco minutos terminó la función. En la carpa más grande un letrero aseguraba “Aquí está, la rubia que todos quieren“. Me asomé. Los hombres se arremolinaban cerveza en mano, y unas mujeres gordas en minifalda y de cabello pintado, bailaban “A go-go”. Era la primera que vez que veía señoras en tales fachas. Entré medroso, atento a sus movimientos, cuando una bailarina me clavó su inquisidora mirada, una corriente eléctrica me golpeó y salí apresurado “¡Vieja fodonga!”. Pensé.

Leí en un letrero desvencijado “Títeres Herrera”, y a todo pulmón anunciaba un viejo “Para esta función, dos tandas por un boleto”. Pagué mi entrada. Yo y cuatro chamacos más constituíamos el “respetable”. Tomé lugar a media sala. La tercera llamada dilató unos minutos. Como no entró ni un alma más, inició la función. Al instante descubrí que los gritos de horror, las risas y la música que me animaron a entrar, era una grabación. No había orquesta, ni actores; solamente muñecos con hilos que aparecían dirigidos por una batuta invisible, y la trama me atrapó. Al tañer de la flauta volaban los pájaros, el pato obedecía al oboe, el gato al clarinete, el Lobo se movía al tronar de las trompas y Pedro salía a escena al murmullo de los violines. Los cazadores y sus disparos se escuchaban con claridad y la música lo envolvía todo; incluso los graznidos de los tordos del parque y el chirriar herrumbroso de los juegos mecánicos, que pedían clemencia. “Pedro ¾dijo el abuelo enojado¾ la pradera es un lugar peligroso”. Algo no estaba bien, la voz del abuelo se oía fingida, casi de niña, y contrastaba con resoplo grave del fagot. En el intermedio, fuera del local, gritaban los vendedores de loza y cantaban la lotería “El que despertó a San Pedro: el gallo. La cobija de los pobres: el sol”.

Comenzó la segunda tanda. Se apagaron las luces, retumbó la música y apareció la Bella Durmiente. Inmediatamente reconocí en ella, a la voz del abuelo. Los diez minutos de función volaron. Salí, y ya anunciaban “Blanca Nieves”. Los chiquillos del público corrieron a los juegos mecánicos; pero la música ya preparaba la atmósfera de la otra función y me quedé. Lo avanzado de la tarde atrajo más público, y el salón se llenó en un santiamén. Poco antes de la tercera llamada, de entre las cortinas de terciopelo rojo, asomó el rostro de la niña de cabellos de elote. Traía una charola de madera con dulces, muéganos y cacahuates garapiñados. Fue a mi lugar. El rostro se me encendió. Me preguntó por el sahumerio. No supe qué contestar y sonreí como tonto. Me ofreció una paleta de malvavisco, le indiqué con la mano que no traía dinero. “Tómala ¾dijo¾. No te la estoy cobrando”. Apenado quise salir de la carpa pero señaló imperiosa un asiento en el rincón. Adiviné que ella era Blanca Nieves, su voz era divina. Al terminar la tanda ya estaba en la puerta ofreciendo su mercancía. Me vio y me llamó “En el parque, en el hueco del árbol viejo, dejé uno boletos ¾dijo¾ entrega sólo uno en cada función, que si mi papá se da cuenta, me mata”. Le agradecí y por un angustioso y largo momento solamente nos miramos, por fin dijo ¾Soy Helena. Oye. ¿Eres cura?¾. Me dio miedo por su padre, por mi madre, porque se iría del pueblo ¾Román Castillo ¾le dije¾ Y soy acólito, no cura¾.

Me hice conocido en la feria. Don Macario, el hombre que cuidaba la entrada de la carpa, me invitó a trabajar como repartidor de volantes y me pagaba con boletos para subir a los juegos mecánicos. Salía de la escuela, corría a la carpa, los repartía y Helena me acompañaba. Hasta que el domingo me enteré que ella regresaría a Guadalajara. Era una niña, y ya había recorrido el mundo, y yo con mis doce años, el único personaje interesante que conocía era el Padre Manuel, a quien imitaba “Pater Noster, qui es in caelis”. La invité a la misa de ocho de la noche. Cantaron el “Ave María“. La gente ya salía, me separé de los acólitos y la busque. Estaba en las últimas bancas, con su rollo de volantes. Corrí hacia ella, nos metimos al caracol de la escalera que sube al coro. Helena me tomó la mano, la oprimió fuerte, besó mi mejilla “Así nos van a cantar ¾dijo¾ cuando nos casemos”. Me perdí en su verde mirada y le afirmé: Así será. Se aproximó, apenas rozó mis labios y salió corriendo.

Al otro día, lunes, me levanté temprano. Mi madre me ordenó dar de comer a las gallinas, lo hice tan rápido como pude. Corrí. Las beatas ya salían de misa de seis “Paz y bien, Romancito”. Llegué al parque y no había nada, ni rastro de la carpa. Fui al viejo árbol, espanté a una ardilla impertinente y metí la mano. Un papel arrugado me prometió “Volveré por ti”. Las Atracciones Nava volvieron durante muchos años, pero jamás los Títeres Herrera.

 

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