Las bodas
Rafael Rojas Colorado
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En una provincia en la que el sosiego del tiempo teñía de apacibilidad las calles y los días parecían no tener prisa, se bordaban, como si de un bastidor se tratara, acogedoras costumbres que por sí solas describen el estilo de vida de la época, y las bodas de pueblo fueron de lo más vistosas de esos nostálgicos años que mediaban el siglo XX.
La etapa de los noviazgos iniciaba con el enamoramiento de la pareja. Algunos galanes se armaban de valor para declararle su amor a la pretendida. Otros se valían de alguna amiga u otra persona cercana a la enamorada para que sirviera de intermediaria; y había quienes enviaban recados o cartas con frases perfumadas de romanticismo. En las declaraciones de amor fue común expresar: “Señorita, ¿me permite acompañarla?, desde el primer momento en que la conocí me enamoré con todas las fuerzas mi corazón…”. La respuesta de la muchacha no era inmediata, siempre extendía un plazo que llenaba de incertidumbre y angustia al enamorado.
Cuando se iniciaba como novios regularmente se citaban en lugares apartados o en la oscuridad de la noche, siempre cuidándose de no ser descubiertos por alguna persona conocida que los fuera a delatar con los papás de la muchacha. En las primeras citas únicamente se tomaban de la mano; conforme avanzaba el tiempo y la confianza venían los susurros, los abrazos y los besos. La costumbre era regalarse una fotografía para mirarla y suspirar cuando se encontraran distantes. También se regalaban aretes, pañuelos y sortijas como muestra de cariño y, si terminaban su relación, se regresaban dichas prendas. Si experimentaban que el noviazgo iba progresando, el galán armándose de valor se atrevía a ir a la casa de la joven para solicitar permiso a los papás de su novia. A veces les concedían el permiso para verse a determinada hora en la puerta de la casa de la prometida; sólo con el tiempo se le permitía al novio pasar a la casa. Regularmente siempre estaba la mamá obstruyendo con su presencia los momentos de noviazgo. En fin, existieron diversos detalles y costumbres familiares en torno a una relación amorosa de aquel ayer.
Cuando decidían unir sus vidas en matrimonio, el novio, acompañado por sus padres o de un tutor, iba a pedir la mano de la novia y, luego, si la petición era aceptada, les fijaban una fecha. La muchacha para casarse debía ser apta para el quehacer del hogar, sobre todo el de la cocina. Cuando se fijaba la fecha de la boda, días antes comenzaban los preparativos. La novia recibía consejos de su madre o de alguna otra persona casada, el cómo debía comportarse con su marido. A la novia la iban felicitando vecinos y amigos. La fiesta regularmente se daba en casa de la novia.
Un día antes de las nupcias en casa de la novia se exhibía en una pared el vestido blanco, la cola, las zapatillas, la liga y la corona que la muchacha utilizaría para casarse. Se ofrecía un pequeño festejo en el que acudían familiares, amistades e invitados, menos el novio; según la tradición él no debía ver ni el vestido ni a la joven hasta el día siguiente, cuando se la entregaran en el templo.
La iglesia se adornaba de flores, predominando cartuchos, gladiolas y nube. La gente que pasaba cerca de la Iglesia y notaba el adorno se cuestionaba: “¿Quién se irá a casar? ¿A qué hora será la boda?”.
Cuando la novia estaba lista para dirigirse a la Iglesia, su madre la persignaba; regularmente afloraban las lágrimas de ambas mujeres, era la salida de casa. La novia iba del brazo de su padre a paso lento, un pequeño paje le iba alzando la cola. Atrás, el vasto acompañamiento. Propios y extraños se detenían a curiosear regalándole un aplauso en ese significativo día. Ella, cubierta del rostro con un velo blanco, agradecía la atención con una sonrisa. Las calles parecía iluminarse con esa natural escenografía propia de los pueblos que les correspondía vivir esa época.
En la Iglesia el novio impaciente ya esperaba a su prometida, regularmente se vestía de pantalón negro y camisa blanca. Cuando llegaban hasta donde él se encontraba en el portal de la iglesia, el papá de la novia la persignaba y se la cedía, agregando breves y emotiva palabras que también denunciaban el vacío que le queda a un padre que entrega a su hija.
Después de la ceremonia religiosa, al salir al atrio les regaban abundante arroz blanco cómo signo de años de felicidad, vivas y aplausos. En la fiesta estaba preparada la mesa de honor para los festejados, padres y padrinos; los demás invitados, adonde pudieran acomodarse por ausencia de sillas. Los novios únicamente estaban un rato en el festejo, porque se iban a su viaje de luna de miel. La fiesta la continuaban y terminaban los invitados.