Ars Scribendi

LAS CANICAS

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LAS CANICAS

Rafael Rojas Colorado

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

Refugiándose en los recuerdos por los que la mente nos invita a viajar, se acercan los años cincuenta, cuando las calles de los barrios y callejones que atraviesan al pueblo estaban empedradas y cubiertas de tierra.

El arrullo de la añoranza nos deja ver a los niños que pronto despertarían a la adolescencia jugando a las canicas. En la tierra trazaban un cuadro de 20 cm. por 20 cm. aproximadamente, en el que se colocaban las canicas de color opaco, y con un cayuco se las golpeaba para las sacaban del cuadro; el jugador que conseguía el mayor número ganaba. Fue muy emocionante este juego del que no escapaba la burla del ganador o de quienes presenciaban aquellas victorias, y no fueron pocas las veces en las que la diversión terminaba en pleito. A pesar de todo, la felicidad fue la mejor compañera de esa época.

El juego iniciaba sobre una raya que se marcaba en la tierra a cierta distancia del cuadro. Desde ahí algunos experimentados chamacos impulsaban con el dedo pulgar el cayuco que descansaba en el dedo índice, y daban en el blanco, ya fuera matando al contrario o sacando canicas del cuadro; a esos diestros jugadores se les llamaba “vagos”. Una vez lanzado el primer disparo, ya en tierra se ganaba distancia con la famosa “cuarta”, una especie de compás bien extendido, cuyas aspas eran el dedo pulgar (que fungía como aguja de apoyo) y el meñique (con el que se rayaba el punto de avanzada); así resultaba más fácil tomar el botín de guerra.

Para sacar las canicas del cuadro se debía tener mucho cuidado; de lo contrario, estaba la posibilidad de quedar atrapado en él; si esto ocurría, uno (o sea, la canica) quedaba “ahogado” y terminaba el juego con la victoria del oponente.

Mientras los jovencitos dejaban fugar el tiempo en esos juegos, las niñas lo hacían con la matatena o el bastidor, donde bordaban con agujas e hilos de diversos colores. Fue ese tiempo en el que a los maltones todavía se les exigía prestar alguna ayuda a la casa familiar. Fue esa tierna edad en que se internaban en el monte y las fincas en busca de algún árbol caído para hacerlo leña y acarrearla en hombro hasta la casa, para la lumbre del brasero.

Pero lo más significativo de esos tiempos que atraparon aquella edad fue la alegría y felicidad que siempre alimentaron la fantasía, la misma que se va empañando cuando los pantalones empiezan a quedar zancones y la voz se vuelve más gruesa.

Volver a divagar por esas imágenes que aún permanecen vivas en el recuerdo y que jamás serán olvidadas es retornar a esos aromas infantiles plenos de emociones, a las travesuras y a la dicha que acunó aquel pueblo al que a la bruma del tiempo es imposible nublar mientras el corazón siga latiendo en nuestro ser.

Publicado originalmente 2 de mayo del 2015