Ars Scribendi

Maurice Blondel

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De Persona a Persona

POR JUAN PABLO ROJAS TEXON

 

 

En la segunda mitad del siglo XIX el ambiente universitario francés estuvo sujeto al racionalismo, pues el influjo de Kant había sido tan grande que, luego de su muerte, la filosofía se mostraba incapaz de unir la brecha por él abierta entre razón especulativa (ciencia) y razón práctica (moral). Una de las consecuencias fue el agudo indiferentismo religioso entre los intelectuales y estudiantes de la época, ya que “lo trascendente” parecía estar desamparado, sin fundamento racional. Ese fue el escenario con el que Maurice Blondel tuvo que vérselas cuando ingresó en la École Normale Supérieure. De hecho, cuenta la sorpresa que invadió a un compañero de clase al enterarse de que él era católico: “Pero ¿cómo puede un muchacho que parece inteligente decir que es ‘tala’?”. (La palabra ‘tala’ resulta de la expresión francesa: “qui vont à la Messe” = ‘los que van a misa’, y se usaba para referirse despectivamente a los católicos).

Al igual que ocurrirá con Maritain, Blondel siente la necesidad y el compromiso de empatar su profundo catolicismo con las exigencias de la filosofía de su tiempo. Incluso llega a cuestionarse si el kantismo imperante no es un sistema tan original y superior a los anteriores que él esté llamado a elaborar un “kantismo católico”. Pero luego, leyendo a Maine de Biran, ideólogo del primer destacamento espiritualista contra el positivismo de la época, obtiene las primeras luces: por la voluntad el hombre puede hallar en su autonomía la necesidad de apertura a esa heteronomía tan despreciada por Kant y por los estudiosos franceses del momento; en otras palabras, Blondel descubre en la incesante inquietud de la voluntad una muestra de la incapacidad del hombre para alcanzar en sí y por sí mismo el sentido de la vida y la felicidad.

La voluntad está ligada a “la acción” y es en ésta donde Blondel halla el medio para ‘recomponer ‘desde dentro’ la armonía del hombre consigo mismo y con lo que está más allá de él’ (L. F. Valdés), una armonía que había sido rota en tres realidades: el “yo pienso” cartesiano, el “yo debo” kantiano y el “yo quiero” schopenhaueriano. Blondel entiende que el hombre es una sola realidad y, como tal, necesita vivir en unidad; por eso, en oposición a los filósofos del pasado, dirá: “yo actúo”, pues la acción es la evidencia más inmediata para el hombre, el hecho más general y constante de su vida, expresión en él del determinismo universal, y, por ende, “síntesis del conocer, del querer y del ser, el vínculo del compuesto humano, que no se puede escindir sin destruir todo lo que se ha escindido”. En efecto, si pensar, querer y ser son formas de acción, la acción es previa a todas ellas.

Lo que Blondel muestra es cómo las verdades más positivas surgen de la acción y cómo en ella se encuentran –ya inmanentes– las verdades trascendentes, cuya existencia se vuelve indudable al momento de ver que el impulso de la voluntad no logra aquietarse con los fenómenos que ella misma elige. Surge, entonces, la necesidad de plantearse una realidad sobrenatural, necesaria y absoluta, la cual, lejos de poder alcanzarse por la voluntad, tiene que serle dada. Así, fiel a la doctrina tomista, según la cual “todo intelecto naturalmente desea la visión de la substancia divina” porque “la felicidad última y perfecta no puede existir sino en la visión de la substancia divina”, Blondel compagina su fe católica con la filosofía especulativa imperante.

Educado en un núcleo familiar profundamente religioso, Maurice Blondel vivió en una época de grandes aspiraciones científico-positivistas. Luego de concluir sus estudios en la École Normale ejerció la docencia en varios liceos, pero su espíritu combativo residía más bien en la escritura. Entre sus maestros destaca E. Boutroux; entre sus amigos, L. Laberthonnière; y, como discípulo, H. de Lubac, quien llevó los supuestos del maestro al plano de la teología. Una ceguera casi total y la sordera le acompañaron la última década de su vida, hasta que ésta se extinguió como una luz el 4 de junio de 1949, a sus 87 años de edad, en Aix-en-Provence (Francia). Sus ideas, como las de cualquier otro intelectual, no siempre tuvieron una aceptación unánime, pero sobre lo que no cabe duda es que él “puso las bases filosóficas para entender la apertura y unidad del espíritu humano” (C. Izquierdo).

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