MI FORD 200
MI FORD 200
Por
Rafael Rojas Colorado
Aquella tarde piloteaba mi Ford 200,
conducía por la carretera que llega a las Trancas, el paisaje arbolado y viento
fresco. Iba a la altura de Casa Amarilla, ese lugar me acerca recuerdos familiares.
Aldo Almendra de copiloto. “Voy a perder la cabeza por tu amor”, esa canción
estaba en boga. La voz del puma José Luis Rodríguez escapaba por las bocinas
del estéreo, haciendo más placentero el recorrido. El pibe estaba enamorado de
Lidia, la melodía se la hacía presente en su corazón, la emoción le recorría el
cuerpo y no conseguía ocultarlo, le daba ánimo, alentarlo y motivarlo era bueno
para él jovencito.
Mil aventuras vivenciamos con mi
Ford 200. Piel blanca con dos franjas color guinda, una iba a lo largo de un
costado cruzando las portezuelas, la otra del otro extremo hacía lo mismo.
Anatomía fuerte, laminado del número catorce ¿imagínese usted? Parecía un
guerrero que todo lo soportaba. Fue en el poblado de Alborada si no mal
recuerdo, las circunstancias colocaron a una ninfa en al volante, pisó el
acelerador y a toda velocidad el Ford 200 con el ojo derecho se estrelló en una
vivienda, el resultado un hoyo en la pared, al Ford 200 solo se le irritó un
poco el ojo, nada más, la suerte lo acompañó. Bueno, la palanca de velocidades
que estaba en el volante se trabó. En el peso de esa oscura noche lo manejé con
un poco de nerviosismo, pensando en las consecuencias. Cuando llegué a mi
domicilio, su motor ardía y amenazaba con explotar así lo profetizaba el humo
que escapaba por la cajuela, afortunadamente se calmó con el frío de la
madrugada. En esta aventura me acompañaba Alejandro Jácome (galletas) originario
de La Orduña, buen guato con el que entrelace amistad. Ese año me ascendieron
como encargado de Cerelac en la fábrica Nestlé, él llegó de ayudante y se ganó
mi confianza, le prestaba mi Ford 200 para que paseara a su novia.
Dos amigos adolescentes les gustaba
manejar mi coche, Pepe y su hermano Aldo. Ambos vivían en mi barrio. Cuando el
vehículo despertaba pinchado de alguna llanta, mandaba por ellos y lo
arreglaban, el pago consistía en que lo manejaban por las calles de la ciudad
plenos de contentos. En ocasiones me iba al trabajo y dejaba el coche en el
garaje de la casa. Mi esposa enviaba por mí a la fábrica con alguno de estos
pilotos, el mandado lo hacían con suma felicidad. Jugaba futbol, Pepe me
llevaba al campo deportivo, mientras duraba el juego el manejaba el Ford 200
por donde le placiera. Cierta ocasión terminé de jugar y Pepe nunca llegó por
mí, horas después me enteré que dio un banquetazo en el fraccionamiento Azuzul
que todavía no estaba poblado, le quebró el ring delantero izquierdo, le llamé
la atención con bonitas palabras, pero después nada sucedió todo seguía normal
y las risas brotaban espontáneas, éramos muy cuates, muy chidos, la verdad.
Cierta ocasión me nació invitar a mi
esposa a Huatusco, pero sospechaba que el Ford 200 se sentía enfermo, pensé ¿Si
falla en carretera que hago? Se me vino la idea de invitar a Pepe Christi, pero
no aceptó estaba de mal humor. Le propuse que lo manejara de ida y el regreso
correría a mi cargo, de inmediato dijo que sí porque a él lo que más le gustaba
era manejar. El viaje muy bonito al adentrarse en ese paisaje serrano,
escalarlo con un móvil se llamaba modernidad. Disfrutamos de la ciudad
cafetalera y artesanal, mi esposa muy feliz. El problema se originó al
regresar, me situé frente al volante y comenzó el descenso de esa bella
montaña, todo paradisiaco. Pepe se cambió de su alegría al mal humor, comenzó a
criticarme. “Aceleras muy mal, ese cambio de velocidad mal hecho, si el coche
te debiera de durar cinco años con este trato no llega a uno”. Cosas por el
estilo seguía vociferando. Antes de que el colesterol se me subiera a la cabeza
finalicé por detener el Ford 200 y decirle, sabes cabrón mejor tú maneja y deja
de estar chingando la madre, o te sientes muy puto. Con suma rapidez se colocó
al volate y su carácter se mudó a la más clara felicidad, manejar era su más
grande pasión, lo sentía en alma.
Enumerar las aventuras que compartí
con mi Ford 200, se necesitan llenar hojas y hojas de papel; no lo considero
necesario, basta evocar alguna canción del venezolano José Luis Rodríguez, o de
Enmanuel que promocionaba su álbum “Íntimamente”, es más que suficiente.
Transcurría el año 1980 ¿Usted sabe a qué canciones me refiero? Déjeme serle
sincero, al acercar estos inolvidables pasajes de mi existir se me anuda la
garganta y los ojos se humedecen, si volvieran esos momentos no sé qué
sucedería, para bien o para mal la vida no se puede repetir, solo nos regala el
presente y pronto se marcha para siempre.
Piloteando mi Ford 200 recorría la
ciudad, barrios, puentes y calles céntricas; carreteras tendidas en las
montañas y poblados dispersos en la región. El mar muchas veces me impidió
seguir hacia adelante, frenaba con rapidez porque las azules y saladas aguas
ponían límites. No faltaron las aventuras bohemias, tampoco las musas.
Imagínese con 28 años de edad la energía fluye por todos los poros de la piel.
El Ford 200 siempre fue fiel y guardaba un nuevo secreto; amigo y confidente,
luz y sombra, un ente que efímeramente me brindó su amistad porque fue un buen
cuate mío, como pocos. Solo su sed fue exigente y debería de saciarla a toda
costa, su garganta era de ocho cilindros, mi bolsillo se administraba para las
cervezas. Un día cambió de manos, la tristeza y el recuerdo no me abandonaron
por mucho tiempo, en verdad lo amaba ¿Contaría mis secretos a su nuevo
propietario? ¡imposible! Me juró lealtad. Por mucho tiempo lo miré a distancia,
lo extrañaba, el cuerpo se me estremecía, pues juntos compartimos infinidad de
ilusiones, anhelos y sueños, la vida es compleja y misteriosa.
El Ford 200 me lo vendió Roy Ortiz
¿Lo recuerda? Fue en el año 1980. Han
transcurrido 44 años de aquella inolvidable aventura, presentes que se mudaron
en recuerdos, ahora son nostalgias y suspiros que se fugan sin permiso. La única
fotografía que conservo de Ford 200 está impresa en mi mente.
Finalmente
ignoro cuál fue su paradero, seguro nada existe, solo el recuerdo lo resucita.
El Ford 200 se lo vendí a Claudio
Acosta (Zapotito) en 25000 pesos, tiempo después lo vendió al Abel Martínez
(santo Rosa) ¿Después?