Especial

Mi vecindario

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BAILE_SANTANERA

Juan A. Morales.

Mi vecindario, ruidoso e insolente por la tarde, se apaga por la mañana cuando las personas van al trabajo. El pasillo de cuatro metros de ancho por cincuenta y cinco de largo inicia en la calle y termina en el patio, un espacio amplio en el que se encuentran seis regaderas, seis sanitarios y seis lavaderos para las once viviendas en que se hacinan quince familias. Una señora gorda echa al hombro una maleta de ropa sucia y corre a apropiarse de un lavadero en esa zona de conflicto.

 

El corredor es el espacio común para los huateques —que se organizan en los cumpleaños, con la cooperación de todos— donde la reina indiscutible es Linda Vera, la que canta cumbia. El corredor nutre de información y es el cuadrilátero donde se disipan diferencias, como cuando la esposa mazahua y el marido otomí vomitaron ofensas, cada cual en su idioma, y nadie se enteró de nada. Pero también es el domicilio del Cupido que se empeña en ablandar el corazón de las mozuelas —que entre manteles puestos a serenar— planean unirse en sacrosanto matrimonio, o practicar el amor furtivo, sin reparar en aquello de “salir con su domingo siete”, que tanto le aflige a mi madre.

 

El viejo reloj de cuerda se atrasa. Enciendo la radio: “Ponga a tiempo su reloj, en XEQK, la hora del observatorio, misma de Haste. Haste la hora de México: Son las ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Ocho y cuarenta y cinco”. Delimitado por cortinas, en un solo cuarto tenemos cocina, comedor, recámara y el burro de planchar. Me asomo por la ventana por donde escapa el denso humo de los quemadores de petróleo de la estufa, y aunque el cochambre se me queda en los dedos, veo salir a la chica mazahua con su titixtle negro, ceñidor y blusa de satén rojo con alforzas y rebozo cruzado. Hasta la cintura le llegan las trenzas de galanos moños y lleva al cuello hilos con cuentas coloradas. Echa al hombro el ayate de ixtle y sale a la calle. Vive frente a nuestro cuarto. Tomo los paquetes de revistas y salgo tras ella. Ocupo de atril la pared y tiendo las revistas en la banqueta. Espero a mis clientes. Las señoras alquilan el “Lágrimas y risas” o la “Vida de Agustín Lara”; los hombres “Kalimán” y el “cancionero Picot”. Los jóvenes leen “Supermán”, “Chanoc”, y “Alma grande”, y los niños “Memín”, “Los Supersabios” y “El Charrito de Oro”. Por cada revista que alquilo cobro veinte centavos.

 

La calle es un jolgorio de camiones repartidores: refresco, cerveza o leche. Camina cansado el camión de la basura, y apresurado el vendedor de camotes, que da un silbo prolongado que provoca que salive mi boca. Una señora pregona: “¡Leche de burra! Rebuena pa’ la tosferina”, y la aludida rebuzna a su lado sin asomo de carraspeo. A poco silba el cartero y se oye el chiflido del afilador. Veo que la chica mazahua saca del ceñidor una

alcayata hecha de rústica varilla de construcción y con ella casca nueces. Hace montoncitos o las mete en bolsas de papel.

 

Ufana, me estudia, sabe que me gusta, Yo hago que no la veo. Atiendo la radio que se escucha en algún lado “Para muebles, ni hablar, sólo en Baltazar, la esquina que domina. Aldama y Mina en Buena Vista. / Chocolates Turín, ricos de principio a fin. / Maestro mecánico Marcos Carrasco, garantiza el riguroso control de calidad en rectificación de motores.  /  XEQK proporciona la hora del observatorio, misma de Haste. Haste la hora de México. Son las once de la mañana y cincuenta y cinco minutos. Once con cincuenta y cinco”. Me hace la señal, toma las cuatro puntas del ayate y en un santiamén levanta el puesto y acomoda la maleta en su regazo. Amontono mis revistas y me siento sobre ellas, como si juntos platicáramos. Y con la puntualidad que envidiaría un cácaro de cine, llega la “Julia”. No detiene a la “María”, pero incursiona en el vecindario de Las Muñecas y pepena a dos travestidos. La camionera cerrada huye cuando los enardecidos inquilinos descubren la maniobra policiaca.

 

Por hoy la libramos, mañana volverán a la misma hora. Se levanta y la encaro, pero me derrite su mirada y los labios carnosos cuyos hoyuelos revelan que reprime la sonrisa, Con su cuidadoso castellano arremete — A que te asustaste—  Me enojo y se me arrebola el rostro. —No. —le digo, pero lo cierto es que a mis nueve años muchas cosas me espantan. Ajusta el ceñidor y se le respinga el titixtle, como si tuviera una gran panza; pero con sus melenas largas escurriéndole en el cuerpo, parece el mechudo de trapear. Lo sé porque un día la vi salir de la regadera. De su blusa saca un papel doblado, lo huele y me lo da con el candor de sus doce años. Pensé que era el recado que cada día me entrega, pero es una carta en toda forma, y con olor a pachulí. Vi que dio a los hippies unas nueces a cambio del oloroso aceite. Pienso en mis hermanas. Por menos le dieron una tunda a Meche y se fue de la casa. ¿Qué no harán conmigo? La veo con su mamá, va a vender nueces al zócalo. Está orgullosa porque estudió en su pueblo, en un internado de curas que albergan indígenas. Si en mi pueblo hubiera indígenas, seguro que también habría internado de curas.

 

Veo la carta y trato de echarla a la atarjea, pero hay basura y no entra. Hago otro intento y una mano blanca y peluda me detiene. Me viene un sudor frío y el corazón se me sale. Quedo turulato. La voz cascada de Don Ricardo Bull; un viejo refugiado español que vive en el diez, pregunta —¿No entra? —Y con su voz cantarina de sevillano imita a mi má —¡Mocoso baboso, no sabes limpiarte la cola, y ya te fijas en las escuintlas!. Me gana la risa, me quita el papel y lee en silencio. Pasa otra vez su mirada de avellana sobre cada línea. —¿Te gusta?. Sólo alzo los hombros, qué puedo decir. Con su pañuelo enjuga una lágrima y alborota mi copete. Hace un churrito el papel y me indica cómo meterlo en la coladera.

Enciende su puro y rasca su cabeza por debajo de la boina. De su chaqueta saca una tarjeta de presentación, y con su pluma fuente escribe algo. Me la entrega —Es tu primera lección. —Dice. La guardo y me voy a comer. Diez revistas alquiladas, son un buen apoyo para mi má.

 

Por la tarde barro nuestro pedacito de corredor y me voy a la vivienda tres, pago veinte centavos y me permitan ver en la televisión “El Llanero Solitario”. Cuando termina el programa me echan de ahí porque viene “TV Musical Ossart”, y salen unas muchachas que bailan con mini falda. Regreso a mi cantón y enciendo la radio. Escucho “El Risámetro”, un programa en el que el público envía cartas con los chistes que “defienden” Manuel Siorvia “Mr. Kelly”, Manuel Tamez “Régulo” y Pepe Ruíz Vélez. Un jurado premia con puntos los mejores chistes, en los que los indígenas son objeto de burla. Al terminar anuncian a Arturo Manrique El Panzón Panseco, quien hace el papel de un General que le ordena al cabo Madaleno, “Fusila a ese que me está sacando la lengua”. —No puedo —¿Por qué?” —Se enoja el General, y contesta Madaleno; —Porque lo acabo de ahorcar. Después presenta a otros personajes, también indígenas, que tocan un Danzón que le gusta a mi pá: “Pulque para dos”. Son los Xochimilcas.

 

Tomamos café con leche y pan antes de dormir. En la madrugada me despiertan “Los Mirlos”, un trio que canta boleros. Nadie les hace caso porque cada semana llevan serenata a quién sabe quién. Me levanto con frío y voy al baño. En el lavadero veo un pedazo de oso de yeso, que alguien rompió y no echó a la basura. Lo aprovecho. En la pared de Margarita dibujo con esmero las letras que me escribió el sevillano. Por la mañana ella no sale, tampoco por la tarde; pero en la noche los escucho apresurados sacar sus pertenencias para irse del vecindario. Sufrí, lloré, me sentí culpable y descubrí el poder que tienen las palabras cuando se escribe: “Te amo”.

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