Especial

Mi vecindario

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Juan A. Morales

 

Mi vecindario es un pasillo largo que inicia en la calle y termina en el patio, distribuye a cada lado seis cuartos “amplios” y esta mañana que cumplo ocho años me despierto, voy a asearme al fondo, donde está el patio de tender, las regaderas, las letrinas y los lavaderos donde trabaja mi mamá, que lava ajeno. Cuando regreso me encuentro con Margarita, que vive en la habitación frente a la mía, me hace la seña para que no hable, sonríe, me besa furtiva y huye despavorida, pero con tan mala suerte que me ve don Ricardo Bull, un refugiado de la Guerra Civil Española y pienso “si a mi hermana mayor le dieron una Santa Paliza por encontrarle la foto de su pretendiente, a mí me van a matar”, lo ignoro, ahora ver qué pasa…

 

Margarita es una indígena Mazahua que ya cumplió trece años, igual que mi familia, la suya vino a México buscar mejor vida. La conocí en diciembre pasado, era la Posada, como a los mazahuas no les gusta bailar, se hacinaron en un rincón a comer frutas. Desde la tarde adornamos el patio con faroles de papel, guirnaldas de olorosas agujas de pino y paxtle. Esa noche Linda Vera, la Reina de la Cumbia, estrenaba “La pollera colorá”. Me acurruqué cerca de la niña para verla cascar nueces con una alcayata, me dio una y oprimió mis dedos, desde ese momento me prendé de ella, desde entonces donde la encontraba me daba un recado y corría a esconderse y yo me apresuraba a echarlo a la alcantarilla de desagüe porque no sabía leer y el miedo me derretía.

 

Es temprano pero noto que el viejo reloj se atrasó, le doy cuerda y enciendo la radio para corregir la hora: “Ponga a tiempo su reloj, en XEQK, la hora del observatorio, misma de Haste. Haste la hora de México <<Son las ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Ocho, cuarenta y cinco>>”. Veo por la ventana mientras escapa el denso humo de los quemadores de petróleo, ella sale con su titixtle negro, ceñidor rojo y blusa de satén rosa mexicano con alforzas y rebozo cruzado. Las trenzas de galanos moños le llegan hasta la cintura y de su cuello penden hilos con cuentas de vidrio que coloradas refulgen cuando se echa al hombro el ayate y sale a tender su puesto. Aunque alquilar revistas por veinte centavos, es un suplicio para quien no sabe leer, tengo buenos clientes: señoras que leen las historias de Yolanda Vargas Dulché, “lágrimas y Risas”, la “Vida de Agustín Lara”, los muchachos prefieren “Kalimán”, “Tawa” o el “Alma Grande”, y desde temprano me planto mi puesto junto al de Margarita.

 

La calle es un jolgorio de camiones que reparten refresco, cerveza o leche. El burro del carretón cansado carga la basura y el vendedor de camotes provoca un resoplido prolongado en la caldera del carrito que me hace agua la saliva. Una campesina pregona: <<Leche de burra… Rebuena pa’ la tosferina>> y la aludida rebuzna en tono de protesta. Un cartero silba, entrega la correspondencia y el “chiflo” largo y bien timbrado del afilador de cuchillos irrumpe mientras Margarita me estudia y apenado disimulo que escucho la radio de la tienda de don Santiago: <<Para muebles, ni hablar, sólo en Baltazar, la esquina que domina. Aldama y Mina en Buena Vista. / Chocolates Turín, ricos de principio a fin. / Maestro mecánico Marcos Carrasco, garantiza el riguroso control de calidad en rectificación de motores.  /  XEQK proporciona la hora del observatorio…>> en eso, ella toma las cuatro puntas del ayate de ixtle y en un santiamén levanta el puesto y acomoda la maleta en su regazo, yo amontono las revistas, me siento sobre ellas y platicamos como si nada, hasta que —con la puntualidad que envidiaría cualquier abonero— pasa la “Julia” e incursiona en el vecindario de las “Muñecas”, pero no logra pepenar a ningún travestido.

 

Pasado el susto de la camioneta le quiero decir que ya no me dé recados porque no sé leerlos, pero me paraliza su mirada, sus labios carnosos que le dibujan hoyuelos me dejan mudo y de su blusa saca un papel, pero no es el acostumbrado recado, es una carta en toda forma, con corazoncito flechado y olor a pachulí, entonces candorosa me la entrega y se retira apresurada. Ella estudió en un internado para indígenas, si en mi pueblo también hubiera internado yo habría estudiado. Intento echar la carta a la atarjea pero con tanta basura no entra, entonces una mano peluda me la quita. Transpiro frío, el corazón se me sale y escucho la voz cascada de Don Ricardo Bull <<¿No entra?>> —me dice, y el andaluz pasa su mirada de avellana por cada línea <<¿Te gusta?>> —alzo los hombros, qué puedo decir. Con su pañuelo enjuga una lágrima y alborota mi melena. Hace un churrito mi carta y me indica cómo meterla en el drenaje. Enciende un puro, se rasca bajo su boina, de su chaqueta saca una tarjeta de presentación y con su pluma fuente escribe. <<Tu primera lección>> —me dice, guardo la cartulina y le llevo a mi má el importe del alquiler de diez revistas.

 

Antes de dormir tomamos café con leche y en la madrugada me despiertan “Los Mirlos”, un trio que canta boleros y cada semana le traen serenata a quién sabe quién. Voy al baño y en el lavadero encuentro un pedazo de yeso de una alcancía rota, y con esmero escribo en la pared de Margarita lo que me enseñó el sevillano. A las seis de la mañana escucho a su padre berrear en su dialecto, pero ella no sale a vender, ni por la tarde, hasta la noche escucho que su familia se apresura a sacar sus pertenencias para irse a vivir a otro vecindario. Sufro, lloro, me siento culpable y descubro el poder de tres las palabras “Te amo, Margarita”.

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