NO FUE PENAL
NO FUE PENAL
Juan Villoro
Agencia Reforma
Ciudad de México 24 diciembre
2023.- He jugado con grandes. El mejor fue Valeriano Fuentes. Nació con ese
nombre chingón, lo bautizaron así y desde bebé parecía famoso: «Valeriano
Fuentes». Le pegaba a la pelota, con los dos perfiles; te podía fintar,
con un movimiento de hombro o cadera; bailaba en la cancha y remataba al
ángulo, siempre al ángulo. Crecimos juntos, debutamos en el Torneo de los
Barrios y nos probamos en la reserva especial de las Chivas. Me admitieron en
el primer equipo porque iba con él, yo no era Beckenbauer, no defendía con
categoría, sino con huevos. Me decían el Tanque: un destructor en la parte baja
del terreno. Ningún equipo grande me necesitaba. En cambio, Valeriano hacía la
diferencia en cualquier alineación. El día en que nos probamos metió cuatro
goles y dio dos asistencias. Era obvio que lo iban a contratar y pidió que
también a mí me subieran al primer equipo. Era tan generoso que no me dijo que
me recomendó; nunca quiso venderme un favor. Lo supe después. Me dijo el
Murciélago. Para joderme, como todo lo que hace.
Valeriano y yo fuimos uña y
mugre, jamás pensé que seríamos otra cosa. Luego todo se jodió, pero no fue mi
culpa. Es lo que nunca va a entender el Murciélago. A veces ni yo lo entiendo.
«¡Rubén, apoya a Felipón!
¡Dos a uno! ¡Pressing, sí, mucho pressing! no sueltes la bola: la pausa
existe… la pauuuusa…».
¡Pone cara de que la Virgen le
habla! ¡No te habla la virgen, hijo de la chingada: te habla tu entrenador! Es
mi culpa, por decir tantas cosas. Hablo demasiado. El entrenador debe ser un
telégrafo. El último telégrafo de este planeta va a ser un entrenador: conciso,
urgente. Sí, soy un telégrafo, pero ellos no entienden la clave morse.
Hablo demasiado por los
nervios y por el jarabe. Me acabé el frasco para poder dormir. La garganta me
arde como si estuviera rasguñado por dentro. Cuando Frank Sinatra tenía
laringitis se suspendía el concierto. Para un entrenador, tener laringitis es
tener trabajo.
«¡Júntense! ¡Y tú,
Pedrito, a defender: saca agua del pozo!». Demasiadas palabras, no me
controlo. Fue el jarabe, estoy seguro. Te haces pedazos el gaznate para que no
oigan lo que dices. México quedó fuera del Mundial de Chile porque el Negro del
Águila no oyó lo que Nacho Trelles le gritaba desde la banca. Era la mejor
selección mexicana de todos los tiempos, quedaban unos segundos de partido y
Trelles gritó al Negro que no dividiera la pelota. México estaba empatado
contra España y calificaba con este resultado. Pero Del Águila cobró el último
tiro de esquina a lo loco; no aseguró el balón, dividió la pelota, vino
contragolpe y la mejor selección se fue a la mierda. Eso pasó hace siglos, en
1962. Muchos de esos jugadores ya murieron, pero los muertos de calidad siguen
jugando. No puedo olvidar eso.
Entrenamos con la garganta,
pero nadie nos oye. El área técnica es como el espacio exterior: aquí nadie
puede oír tu grito.
Se están echando demasiado
atrás. Tenemos que jugar en nuestra cancha, no en nuestra área. No hay que
dejar que se acerquen demasiado. Cuando te atrincheras hacia abajo te pueden
pasar muchas cosas. Ahí está el clavado que Robben se tiró en el Mundial de
Brasil. No fue penal, pero el árbitro se tragó la farsa. Un horror que nadie
olvida. ¡Le íbamos ganando a Holanda y nos refugiamos en nuestra madriguera! La
selección jugó con fuego, en su propia área. Se los recordé en el medio tiempo:
defiendan abajo, pero no taaaaan abajo.
«¡Salgan,
presionen!». «Pedrito, regresa!», ese cabrón se trae algo.
No aguanto la garganta. Cuando
vaya de peregrinación a Machu Picchu voy a buscar un remedio quechua para la
garganta, un té de hierbas que me alivie aunque me drogue.
«Eso, lánzala, ¡a la olla
de los frijoles!».
Tiro de esquina. ¿Hace cuánto que no anotamos
en una jugada de táctica fija? No quiero ni pensarlo.
«¡Cobra en corto!»
Sus centrales no son rascacielos, pero nos sacan una cabeza. Messi es pequeño,
Iniesta es pequeño, Maradona era pequeño. ¡Los míos solo son chaparros!
Valeriano no era muy alto,
pero tenía gran resorte. ¿Y todo para qué? Era tan bueno que le tenía que ir
mal. Al destino no le gusta la perfección, no es de este país. Nunca se lo dije a Valeriano, pero lo
pensé.
«¡Abre el juego, papá!
¡Por los extremos! Uy, pero si no apoyas no sirve de nada».
Soñé que me daban un trofeo de
oro macizo. Pesaba con ganas. No tenía forma de balón ni tenía un futbolista en
miniatura. Tampoco era una copa orejona como la de la Champions. ¡Era un jarabe
de oro! Mi alivio, mi única delicia es el jarabe. El aire de los estadios te
raspa por dentro. Me tiré después de seis operaciones en la rodilla; si me
agacho se oye como si masticara cacahuates. Me jodí los meniscos, los
ligamentos cruzados, los huesitos de su chingada madre. Eché panza porque
apenas puedo caminar. Siempre fui roperón, por algo me decían el Tanque, pero
podía correr. De pronto mi rodilla derecha dejó de existir, no la siento. Pero
mi peor lesión es la garganta que me duele todos los días. Roxana dice que soy
adicto al jarabe, que ese menjurje trae químicos de todo tipo. Leyó en internet
que puedes alucinar con el jarabe. Siempre que entra a internet encuentra algo
incómodo. Okey, me gusta el jarabe… sí, lo necesito… okey: ¡le surto al
jarabe!… Salgo con tos de la cancha, con una tos seca, necesito un remedio:
humo mágico, un elixir quechua, lo que sea… ¿Cómo acabas con eso? Tequila o
jarabe, no hay de otra. Si me aliviara con chupe, Roxana me recomendaría
jarabe.
«¡Rómpela! ¡Tienes a dos
enfrente, no vas a pasar! Eso, manda el balón a la goma».
Me gustan los nombres de los
jarabes. Si los jarabes pudieran jugar, yo armaría una media cancha de poca
madre: Robitussin, Breacol, Zorritón y Broncolín. ¡Esos nombres imponen!
Imagínense a esos extranjeros en el equipo: no pasas encima de Robitussin,
Breacol, Zorritón y Broncolín, ¡a huevo que no!
Pero a mi establo no llegan
figuras. Tuvimos a un paraguayo. Yo no había visto un paraguayo en mi vida. El
güey hablaba por teléfono en guaraní, se sentía solo, siempre estaba
deprimido… ¡y era el mejor de todos! Tenía un cañón en la zurda, pero se fue
con el draft de invierno. Este equipo no retiene ni a un paraguayo que habla
por teléfono en guaraní. Solo nos queda Ceballos, el peruano que sería un crack
si solo existieran los entrenamientos. En cualquier equipo, por pinchurriento
que sea, hay dos argentinos. Yo aposté por Pedrito: talento nacional, hijo de
un albañil, con madera de héroe. Huevonsón y de cutis fino, pero con tamaños.
Los cracks siempre han salido del barrio, pero ahora se cuidan del sol. ¡No
vaya a ser que les salgan pecas! No se concentran en el partido, están pensando
en la actriz de novela que se andan ligando o en el coche que quieren comprar.
Broncolín dejaría la piel en la cancha, Robitussin sería un capitán intratable,
Zorritón recuperaría los balones y Breacol la haría de dínamo, un enganche
perfecto: duro en la marca, rápido en la descolgada. ¿Pero quién chingados
juega con jarabes? Solo yo en mi alucine.
«¡Verga! No árbitro, no
era para ti, se me salió. Okey, calmado, calmado».
El señorito de negro quiere
que me comporte como un profesor. No entiende nada, ni siquiera sabe que
«cancha» es una palabra quechua. ¡Yo sé entrenar! Quisiera que el
ojete del árbitro me viera frente al pizarrón. Conozco las Grandes Preguntas:
¿Cuánto debe medir un pase? ¿Cómo debe girar la pelota? ¿Te puedes desmarcar
hacia dentro del campo? Cuando le tocas al compañero, ¿dónde vas a estar
después?
Dicen que no soy un gran
estratega, con los equipos que tengo nadie puede ser Guardiola. Aplico mis
métodos, eso sí: rondas de seis centros y seis remates en los entrenamientos.
Cuando ensayamos penaltis cada uno debe disparar seis. Es el número clave; si
haces menos no perfeccionas la jugada, si haces más la repites sin
concentración. El Murciélago dice que eso no es un método sino una manía. Si
supiera de dónde saqué la idea, me haría pedazos. Pedí una pizza y la corté en
seis pedazos; era el reparto ideal, ni una rebanada más, ni una menos. Fue como
ver un mapa del juego. Me obsesioné con eso, sin obsesiones no haces nada. Me
encantaría que hubiera seis cambios en los partidos, pero no tenemos banca.
Guardiola puede comprar al jugador más caro del mundo y yo saco mi inspiración
de una pizza, dos maneras de ver el futbol.
Además, todo eso vale madre si
te juegas el descenso. El peor marcador es 0-0. Da mala espina. Tomé al equipo
en zona de descenso y nos podemos salvar con un empate, pero apostar al empate
es tentar a la suerte… Si Dios fuera peruano, Ceballos metería un golazo como
los que mete en los entrenamientos. Pedrito es el único que puede anotar.
A veces pienso que el otro
equipo que se juega el descenso le ofreció una prima para que jugara mal. El
último día entrenó sin levantar la vista, como si le diera vergüenza ver la
portería. Nuestro presidente no puede igualar las ofertas de otros clubes. El
diabético de toda la vida no tiene ni para el gas del estadio (nos bañamos con
agua fría desde hace dos meses; la amenaza del descenso nos llegó así como un
hielo en la piel). Pedrito puede ganar un buen billete fajando adrede. Se le ve
en los ojitos. Hoy salió al campo como un pistolero. Un pistolero encabronado,
o tal vez ofendido. Es buena bestia: se puso nervioso en el enfrentamiento
porque le habían ofrecido dinero para perder y ahora quiere demostrar que no se
vende. No sé si eso sea real, pero son las cosas en las que tiene que pensar un
entrenador. Hay que entrenar en los laberintos mentales de los muchachos.
Pedrito le tiene miedo al sol, pero es honesto. Su papá es albañil, un hombre
de trabajo y él saca la casta. A las claras se ve que le ofrecieron dinero para
perder y eso lo ofendió. Le picaron la cresta. Pero tiene tantas ganas de
anotar que ya se comió dos goles. ¡Dos veces la dejó ir! Si estamos 0-0, es por
ese maleficio.
Por nervios, por humillación,
por no hablar conmigo, Pedrito se está ganando el dinero que no quiere cobrar.
Así es el futbol.
También los grandes se ponen
nerviosos. Nunca había nadie tan alterado como Valeriano Fuentes. Dominaba el
campo pero vomitaba antes de cada partido. Lo vi sufrir su suerte en los
vestidores. Después de la lesión, fue peor. Daba pena ver cómo se arrastraba.
Tardó en retirarse porque no sabía hacer nada más. Invirtió en una parrilla de
carnes y lo transaron gacho. Nunca supo hablar: no podía ser comentarista ni
entrenador. Lo veías cojear y no podías entender que hubiera sido el mejor
futbolista mexicano de todos los tiempos.
Ya nadie se acuerda de él.
Duró muy poco, pero no fue mi culpa. Por esta que no fue mi culpa. Me beso los
dedos para que veas este momento de religiosidad en la pantalla, pinche
Valeriano.
«¡Así no, árbitro! ¿Para
qué están las tarjetas? Bien, al fin te atreviste a sacarla. Le están tundiendo
a Pedrito. ¡Ah!, ¡¿la tarjeta es para mí?!, ¿por reclamar? ¡No mames! Lo de ‘no
mames’ me lo dije a mí, perdón, perdón».
No voy a acabar el partido en
las regaderas, no me van a expulsar. Si perdemos y nos vamos a segunda, quiero
estar aquí, en la cancha. Los muchachos van a llorar, los conozco. No dan el
resto en el partido, pero lo dan para llorar. Los voy a abrazar y tal vez
chille un poquito. Soy sentimental, no lo niego, y da tristeza perder la
chamba. A ver quién pone yogur en el refri cuando estemos en segunda. El
maldito Murciélago dirá que la culpa es mía. Si nos salvamos, dirán que fue por
Pedrito.
Los triunfos siempre llegan
con nombre ajeno. Compartía cuarto con Valeriano en las concentraciones de la
selección. También ahí llegué por él. Lo supe cuando el entrenador me dijo que
podía ayudar a «hacer grupo». No me quería en el pasto, sino creando
ambiente en el hotel y apoyando a Valeriano, porque yo lo conocía desde niño.
Vivía a tres cuadras de mi casa; destruimos nuestros zapatos en campos que
tenían más agujeros que pasto, debutamos en el Torneo de los Barrios, llegamos
juntos a primera, ¿y todo para qué?
Hoy en la mañana me dije:
«Tienes que pensar en algo que te preocupe más que el partido». Pero
no puedo pensar en Lorenita. Lorenita me arde más que la garganta. Para eso no
hay jarabe.
«¡Penal! ¡Fue clarísimo!».
¿Tienen que matar a Pedrito para que sea faul?
No te metas en esto. Tú no,
Valeriano.
«Bien, árbitro, bien. Eso
no se revisa, ¡Árbitro justo!».
El VAR solo sirve para enfriar
las jugadas. Anotas un gol y saltas como loco, pero todo se suspende. Si te
conceden el gol, dos minutos después ya no te emocionas. No puedes recalentar
la pasión.
«¡Ceballos, cobra tú! ¡Te
digo que cobres tú!». ¿Por qué se perfila Pedrito? Trae el balón en las
manos. Le acaban de meter una zancadilla, tiene la sangre caliente, no está
concentrado…
«¡Tú nooooo!».
Me oyó y no hace caso. Siempre
le digo que cobre el que se siente más seguro. Pero ahora es distinto:
«¡Tú nooooo!».
Ni madres, Pedrito trae el
balón como si fuera su bebé. Quiere demostrar que nadie lo soborna, pero tiene
demasiadas ganas de hacerlo.
«¡Ceballos, ¿qué no oyes
tú?!»
¿Le tengo que hablar en
quechua? Solo conozco una palabra en ese idioma, una palabra mágica:
«¡cancha, cancha, cancha!», ese es mi rezo.
Pedrito, toma demasiado vuelo.
Allá va… ¡no mames! La pelota ni siquiera iba a la portería. ¡La voló a la
fila diecisiete!
«¡Vas a ver, Ceballos,
por culero!».
Y ahora la hinchada se siente
poderosa. ¡Griten, argentinos de fayuca! Todavía quedan unos minutos y vamos
empatando, con eso nos salvamos… ¿Qué chingados hace Pedrito? ¡Está pidiendo
su cambio! Viene llorando, trae la camiseta echa un paño de lágrimas.
No tengo otro extremo natural;
meter a Diego de Jesús para que juegue por bandas es como meter a un repartidor
de pizzas.
Pedrito viene hecho mierda.
Siempre aprendes algo en este
hermoso trabajo: Pedrito pidió su cambio para que vean que no falló adrede,
quiere salir humillado, lo hace por pundonor. Esa palabra ya casi no se usa,
antes se decía a cada rato. La gente sabía que la mayoría de los jugadores
éramos malos, pero exigía eso de nosotros: perder con dignidad, tener pundonor.
¿Lo viste, Valeriano? No se va
contento.
El Murciélago va a decir que
me equivoqué en los cambios. ¡Pero no tengo a Broncolín ni a Zorritón!
Pedrito pasó sin saludarme.
Todos lo vieron. Hay doce cámaras en el estadio.
El mundo está viendo cómo mi
cara se va a la chingada. Las cámaras quieren ver si estoy ardido con Pedrito,
quieren chuparme el alma, las hijas de la chingada. No me ha servido de nada
tener cara, y menos me sirvió con Lorenita.
No te puedo decir que me
asustó. Yo le traía ganas y ella tenía su agenda, sus intereses, sus gustos.
Nunca he sido galán, pero ella me buscó. Se hizo amiga de mi hermana. Hacían
ejercicio juntas y a Lorenita le salían chapitas en los cachetes. Parecía una
manzana; hubiera dado lo que fuera por morderle un cachetito. ¿En qué estoy
pensando? Quedan unos minutos de partido y pienso en esos cachetes.
Lorenita sabía que yo era el
bróder de Valeriano, su amigo íntimo. Todos hablaban de él, iba de líder de
goleo, era el ídolo de las Chivas, lo habían llamado a la selección… A ella
no le gustaba el fut, pero Valeriano empezaba a ser famoso y tenía esa manera
de ponerse triste que le encanta a las mujeres. Hasta parecía inteligente. Era
un genio con la pelota, pero no sabía hablar. Como tanta gente de Jalisco,
tenía ojos de mariachi torturado, los ojos del que va a decir cosas profundas,
aunque nunca las diga. Lorenita se hizo amiga de mi hermana. En un momento loco
pensé que se interesaba en mí, y sí… se interesaba en mí… para que le
presentara a Valeriano.
No es cierto que yo haya
llorado en su boda, pero sí me dolió.
No quise joderles la vida.
¿Quién los manda casarse justo antes del Mundial? Podían haberse esperado y
dejar que pasara esa emoción. Pero no, ellos querían juntarlo todo. La boda, la
Copa del Mundo y la luna de miel. Valeriano iba a ser la figura de la
selección, nadie lo dudaba, y quería celebrar doble: los goles del héroe y las
chapitas de esa mujer preciosa.
¿Por qué tomé jarabe? Roxana
tiene razón, estoy intoxicado, pero no es por el jarabe, es por la vida.
«¡Árbitro!, ¿qué no ves
que estoy pidiendo un cambio?». El Murciélago me va a acusar de cobarde:
saco un delantero y meto un defensa. Cualquiera haría lo mismo para asegurar el
marcador, pero yo estoy en la mira. El Murciélago aletea aquí cerquita,
apestando a guano, aventando el coronavirus.
Te perdoné lo de Lorenita.
Hasta fui a la boda, Valeriano. Con cara de nalga porque no tengo otra cara,
pero estuve ahí. Lo demás fue el destino.
El destino siempre ha sido muy
mamón. ¿Cómo iba a saber que eso podía pasar? Te resbalaste en la última jugada
del último entrenamiento. Había llovido y el pasto era una pista de hielo.
Jugamos un interescuadras normal; yo de defensa con los suplentes; tú de
delantero, con los titulares. Igual que siempre. Pero te resbalaste, rodaste
una vez, diste la vuelta y chocaste con mi pierna. La pierna del Tanque. Oí el
crujido de tus huesos y fui el primero en ver la fractura expuesta, la maldita
herida. Los sueños de un país estaban ahí, chorreando sangre, hecho cisco. ¡Yo
no hice nada! Solo estuve ahí, sin moverme. Fui el poste que el destino puso en
tu vida. Te llevaron al hospital con la camiseta de la selección todavía
puesta. Fue la última vez que la usaste. La lesión te jodió la carrera. Pero
también jodió la mía. Me retiré en la siguiente temporada. No me importaba que
me gritaran «¡Judas!» en los estadios; me importaba que pensaran que
tenía un motivo para fracturarte. ¿Y sabes qué? ¡Claro que lo tenía! Odié que
te llevaras a Lorenita. Siempre habías sido mejor que yo, pero no tenías que
ser el mejor en eso. Yo no te rompí los huesos. Si no hubiera llovido, si no
hubieras buscado la pelota como un demente cuando quedaban unos segundos de
entrenamiento, si Dios me hubiera puesto ahí para que te pegaras conmigo, todo
hubiera sido distinto.
Nunca hablamos de eso.
Volviste a jugar, pero no eras el mismo. Nos encontramos una o dos veces y no
te pregunté por Lorenita. Tampoco hablamos de tu fractura. Tenía motivos para
joderte, pero te jodiste solo. ¿Lo entiendes? ¿Puedes hacerlo?
«¿Y ahora qué? ¡No puedes
comprar eso, árbitro! ¡Se tiró un clavado! ¡Protesten, muchachos, protesten
todos!, ¡Al árbitro, vayan por él! ¡No fue penal!».
¡Les dije que no se
enconcharan en su área!, ahí puede pasar de todo. ¡No mames, ese güey debería
estar en el equipo de clavados!
«Ustedes, los de la
banca: ¡métanse al campo, armen desmadre!».
Faltan unos segundos, ese
penalti nos crucifica.
«¡No puedes cobrar eso!
¿Van a revisar la jugada? ¡No puede ser!».
Es la misma injusticia de
siempre: un puto holandés se tiró en el área y nos sacó del Mundial, todo
México se enchiló con eso, pero ¿quién va a protestar por nosotros?
¿Tenías que chocar conmigo,
Valeriano? ¿Tenías que estar aquí ahora? Cuando me dijeron que sacaste licencia
de árbitro, pensé: «Si el bato arrastra una pierna». Luego supe que
entrabas al videoarbitraje, que ibas a juzgar sentadito mientras yo me parto la
madre.
Te lo digo al oído, suavecito:
«No fue penal». ¿Lo entiendes? ¿Puedes hacerlo?
«¡No se alejen del
árbitro; presionen, muchachos!».
Un minuto de espera: me la he
rifado en nueve partidos y todo se decide en este minuto.
Antes los árbitros asumían sus
errores. Ahora necesitan que les digan lo que piensan. Que se los digas tú,
desde un cuartito, como si allá arriba estuviera la justicia divina. Te voy a
decir lo que está allá arriba: no es el cielo, está un cuarto con televisiones
y el que revisa la jugada eres tú, Valeriano Fuentes. Fuiste el mejor jugador
mexicano de todos los tiempos, pero ya nadie lo sabe; yo era tu mejor amigo y
te casaste con la mujer que me traía de nalgas; eso me dolió, pero lo acepté y
luego chocaste conmigo, te fracturaste, no volviste a jugar…
Tienes un problema, cabrón: te
crees bueno. Ahorita revisas la jugada y no piensas que un penal me puede
mandar a la mierda. Quieres ser objetivo. No buscas venganza por la fractura
que te jodió la vida. Miras la acción en cámara lenta. Si no marcas penalti, el
Murciélago dirá que actuaste por compasión, para salvarle el pellejo al viejo
amigo que fue tu verdugo. Si la marcas, el Murciélago dirá que hiciste
justicia, que al fin terminó una jugada que había durado treinta años.
No puede ser que el futbol se
haya convertido en esto: el mundo se detiene para que revisen la jugada. Mis
jugadores están como estatuas. Ni siquiera beben agua. Miran al cielo, lo único
que puede ayudarlos.
No he olvidado el crujido de
esos huesos. Ahora soy yo el que resbala. ¿Alguien puede decir que esto es
justo? ¿Alguien puede decir que esto es objetivo? El juez que mira la pantalla
fue a dar al quirófano porque yo estuve ahí, una tarde de desgracia. No me echó
la culpa, pero arrastró la pierna por mi culpa.
¿Qué carajos vas a decir?
¿Entraste al videoarbitraje para perseguirme? ¿Usaste tus últimos contactos
para esto? Me la he rifado en siete equipos como entrenador. Tú habías
regresado a tu pueblo. Me dijeron que tenías una huerta, a eso te dedicabas.
Así estábamos bien; ya no había espacio para ti en el futbol. No podías ser
comentarista ni entrenador, menos árbitro. Pero luego llegó esta pendejada, la
posibilidad de que un cabrón decida el juego sin estar en la cancha, que lo
decida con sus ojos…
¿Querías ajustar cuentas
conmigo? No eres una leyenda olvidada que regresó como árbitro fantasma: eres
un rencoroso que se cree buena persona. Te crees capaz de no tener
sentimientos, quieres ser «objetivo», algo que no existe en el
futbol.
Ojalá recordaras cómo te
quise, cómo te admiré, cómo te perdoné que te llevaras a Lorenita. Hasta me
pareció lógico. Eras el mejor de todos. Te adoraba, cabrón. Te adoro.
Si te jodí no fue adrede.
Motivos no me faltaban, pero no quise hacerlo ¿Tú sí me vas a joder adrede? En
el campo, el árbitro se equivoca como cualquiera que corre a lo loco tras la
pelota. Para evitar sus errores inventaron al videoárbitro, que no se equivoca
como cualquier persona, sino como un hijo de la chingada. Hay dos clases de
hijos de puta, ya lo dije…
Valeriano: no llevas 90
minutos corriendo, no tienes los ojos nublados por el sudor, no debes decidir
en una milésima de segundo. Si te equivocas será por ojete.
Te digo una cosa: marcar
penalti es equivocarte, por una sencilla razón. Eso hunde a mi equipo. A los
rivales les da lo mismo ganar este partido, pero nosotros nos vamos a la
mierda. Esa es la diferencia que debes valorar.
Te adoraba, cabrón.
¡Ahí está!, ¡Lo sabía!
¡Pinche Valeriano!
«Al manchón del penalti!
¡Júntense ahí: háganla de tos!».
¿Sabes qué, cabrón? no te voy
a dar el gusto de ver esto.
Tampoco voy a oír a los falsos
argentinos.
Un gol en contra y todo se
acaba.
¿Por qué teníamos que acabar
así, Valeriano? ¿Qué viste en esa jugada? Una cámara dice que fue penal y la
otra no… La televisión miente tanto como las personas…
Cierro los ojos, estoy lejos,
muy lejos, en mi verdadera área técnica, la azotea de mi casa, el único lugar
donde puedo estar solo. Nadie me chinga, nadie espera nada de mí.
Oigo el agua que cubre los
tinacos y ese ruidito me acompaña, me calma.
Todo puede acabar, pero estoy
bien.
Esa es mi defensa, la única
defensa del entrenador: cerrar los ojos. Estoy solo, en silencio, el mundo no
existe, nada sucede, lo único que oigo es el ruido del agua que sube a la
azotea.