¡No son las instituciones!
Daniel Badillo
No, no son las instituciones las que fallan sino los hombres y mujeres que las representan, sobre todo aquellas y aquellos que ven en la actividad pública el camino fácil para enriquecerse a costa de la inmensa mayoría de mexicanos. Mujeres y hombres que de la noche a la mañana, y prácticamente por generación “espontánea”, se convierten en nuevos ricos cuando una somera revisión de su pasado y sus ingresos difícilmente justificaría su insultante y opulenta forma de vida. Comento esto porque en últimas fechas, a raíz de los lamentables hechos ocurridos en Guerrero, Michoacán y Edomex, se insiste en que las instituciones están a prueba, que es momento de analizar su función y su alcance pero, repito, las instituciones son eso: mecanismos de acción positiva que el pueblo ha creado en beneficio de sí mismo, pero que las pervierten aquellos que, sin el menor rubor, las utilizan para fines personales sin importarles el daño que ello causa a las generaciones presentes y futuras.
El problema de la corrupción y la deshonestidad de quienes debieran servir al pueblo y terminan sirviéndose de él, de manera atroz y burda, es que el daño resulta irreversible. Durante siglos, me atrevería a decir que desde la Colonia, hemos tenido una acumulación de corrupción y abuso del poder cuyas consecuencias no hemos podido, ni creo que podamos, superar a pesar de los esfuerzos de la propia sociedad por organizarse para garantizar el bien común. Han sido años y años de saqueo y de excesos que van dejando a su paso pueblos endeudados y sumidos en la pobreza, caminos que nunca se hicieron, escuelas y hospitales que sólo quedaron en sueños, obras caras y de mala calidad, y una larga lista de agravios a la sociedad de parte de mujeres y hombres que no conocen la vergüenza, a quienes lo que menos importa es el bienestar de todos. Perdónenme pero las instituciones no fallan, prevalecen a pesar de la voracidad de quienes han perdido el sentido de identidad social y se creen de una extirpe y una clase superior, sólo porque ahora tienen cuentas millonarias y fastuosas residencias. Allí radica el gran problema del país, no en las instituciones.
Leo con profunda indignación que la corrupción se estima en 1.5 billones de pesos en nuestro país, o lo que es lo mismo: el nueve por ciento del Producto Interno Bruto. Corrupción que se infiltra en todos lados y por todas direcciones. El amasiato entre autoridades y criminales, como ha quedado demostrado en Iguala, Guerrero, ya no sorprende a nadie. Es vox populi, como aquí se ha dicho, pero nadie se atreve a denunciarlo porque va de por medio la vida. Peor aún, a pesar de los excesos y de los antecedentes poco rectos, personajes de mala fama pública que incluso han sido exhibidos por su mal actuar, se reciclan en puestos y responsabilidades en las cuales, es seguro, volverán a delinquir. Esa es la realidad que se vive en México. Mujeres y hombres ajenos al decoro y a la honestidad, pero que resultan “funcionales” a la causa de unos cuantos, por lo que nuevamente los veremos en la escena pública.
México no merece vivir así. El hartazgo ciudadano que se expresa en las calles proviene precisamente de esa impotencia acumulada durante años, durante siglos. No es posible que pocos lo tengan todo y muchos no tengan nada, a pesar de que hemos sido una potencia energética mundial con la generación de petróleo, energía y gas. Riqueza que nadie sabe dónde está y en qué se usa. Ese México es el que ha decidido tomar las calles para expresar su malestar, su indignación y molestia. Un México que se cansó de esperar el cambio. Que se hartó de las palabras fáciles y huecas para obtener el voto. Que se dio cuenta del engaño y la mentira de quienes decían actuar en su nombre, pero terminaron actuando en beneficio de ellos mismos. Urge recomponer el tejido social, pero llevando a la cabeza a personas honorables, rectas, con solvencia moral. En la sociedad hay mujeres y hombres que valen la pena, que luchan cada día por sus hijos y por sus familias, y que bien podrían encabezar una cruzada por la legalidad, el orden y la transparencia. Mientras tanto dejemos de culpar a las instituciones, y digamos las cosas por su nombre: los que fallan son aquellos que perdieron la vergüenza y la dignidad.