Por Ramón Durón Ruíz (†)

Cierto día un periodista entrevistó al afamado abogado César “El Tlacuache” Garizurieta, dueño de un ingenio sin igual: –– Licenciado ¿está usted de acuerdo con la pena de muerte?


–– Oiga, ¡ni siquiera estoy de acuerdo con la muerte natural!
Y es que el tema de la muerte está entre los enigmas, misterios, temores e incertidumbres que innatos del ser humano, causan desasosiego. En México, que somos un país cargado de una rica cultura y policromas tradiciones, celebramos el 1 y 2 de noviembre, el DÍA DE LOS FIELES DIFUNTOS y TODOS LOS SANTOS, como el encuentro reconciliado con los seres queridos que se nos adelantaron a rendir cuentas al hogar Paterno.
La celebración del DÍA DE MUERTOS está llena de una sincrética combinación que se abastece de la cultura prehispánica, en donde el culto a la muerte jugaba un papel definitivo sin connotaciones morales y la religión católica transmitida por los conquistadores, en la que muerte simboliza renacer a una nueva vida. Así, la conquista española hizo un rico mestizaje de cultura europea y tradiciones indígenas, empatando las festividades del DÍA DE LOS FIELES DIFUNTOS y TODOS LOS SANTOS con las creencias prehispánicas surgiendo nuestra sui géneris celebración.
Es tan particular el festejo del DÍA DE MUERTOS de los mexicanos, que en 2003 la UNESCO, lo declaró como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, considerando que: “es una de las representaciones más relevantes del patrimonio vivo de México y del mundo […]”.
Esta ‘fiesta de fiestas’ gira actualmente en torno a dos ejes: La Noche de Brujas o Halloween, de origen celta con fuertes raíces en Canadá y Estados Unidos, que gracias al poder, primero de la televisión y luego del cine, se ha adoptado en algunas regiones del norte del país, en donde los niños salen a las calles disfrazados con atuendos macabros (que de acuerdo a la tradición buscan espantar a los espíritus malignos), a la vez que casa por casa van gritando: ¡queremos Halloween… queremos ‘jalogüín’!, esperando ansiosamente los dulces que les son obsequiados y depositados en su calabaza de plástico, haciendo de ellos el más suculento festín gastronómico.
Y la tradicional celebración mexicana del DÍA DE LOS MUERTOS, festividad practicada en toda la geografía nacional, con la que amorosamente honramos la memoria de nuestros deudos.
Los mexicanos no podemos olvidar la cita que tenemos el 1 de noviembre para recordar a quienes murieron siendo niños y el 2 para conmemorar a quienes murieron en edad adulta. En esta fecha hondamente enraizada en nuestra cultura, el mexicano venera, honra, incluso con los juegos malabares de las rimas en sus epitafios cargados de humor a través de sus “calaveras” se burla de la muerte y juega con la vida.
Así, con una singular puntualidad llegamos a los panteones, a revivir el recuerdo, a reencontrarnos con la evocación a nuestros seres amados; cargados de flores multicolores, desde el cempasúchil, hasta las gardenias, sin olvidar los claveles y las rosas, que de acuerdo a nuestra tradición indígena atraen el alma de los muertos.
En las oficinas o en las casas, no puede faltar el altar de muertos, con sus tradicionales elementos: “la cruz de tierra que nos recuerda que polvo somos y en polvo nos convertiremos; las flores, como luminaria que guíe el alma de nuestros antepasados; las veladoras o cirios, como muestra de luz y de duelo; el pan de muerto, calaveras de dulce, agua, sal, atole, cigarros, cerveza y caña, para que se alimente el espíritu de nuestros seres queridos; juguetes para el alma de los niños, todo ello presidido por la foto de quien se homenajea en el altar.
Carlos Pellicer, en su “Discurso por las flores” dice: “El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor a las flores…” pues en esta fecha, las tumbas y los altares de nuestros seres queridos, se funden entre las flores, el amor, el recuerdo y la veneración a quienes con su partida nos dejaron mucho de ellos y se llevaron algo de nosotros.
Lo anterior me recuerda cuando el viejo campesino de Güémez fue a visitar la tumba de su mamá, ahí se encontró con el Virulo quien le reclamó:
–– ¡Oye Filósofo!, cuando se murió el “Cotico”, no fuiste al panteón; tampoco fuiste cuando se murió el “Tarura” y tampoco asististe cuando murió el “Parrino”…
–– Es que a mí –respondió el Filósofo– no me gustan los entierros, ¡ESTARÉ EN EL MÍO NOMÁS POR PURA NECESIDAD!
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