¡PENSÉ QUE ERA LA REINA!
Ramón Durón Ruiz
El pela’o le dice a su mujer: — ¡Vieja!, esta semana celebramos nuestras “Bodas de Perlas”, cumplimos 30 años de casa’os; de regalo te voy a llevar a ‘onde nuca has ido. — ¡A la cocina no viejo…!
Lo anterior es una muestra del humor con el que trabaja el viejo Filósofo, lleno de ingenuidad provinciana y de buena fe, porque ambos caminos, me ayudan a elevar la fe en que lo que llega… llega para mi bien, para mi sólido crecimiento físico y sana evolución espiritual.
En la evolución, “el hombre pasó de la edad de las cavernas… ¡a las cavernas del hombre!” Y aunque aparentemente llegó la modernidad, nos olvidamos de conectarnos con nuestra Divinidad Interior, con nuestra mente arcaica, que nos invita a ser simples, sencillos y a disfrutar ser nosotros mismos.
El viejo Filósofo ha aprendido con la llegada de los años, que en los embates diarios de la vida, cuando eres tú mismo, se mantienen incólumes la ingenuidad provinciana y la buena fe, entonces gozas de un rico acompañamiento, que le da fuerza, significado y sentido de pertenencia a tu ser; es increíble… pero, ¡ah! como te ayudan a crecer sin paralelo.
Este campesino sabe, que al ir por el camino de la vida pleno de buena fe y de ingenuidad provinciana, me ayuda a no estar nunca solo, a gozar de la creencia ilógica, de que lo para algunos es imposible… en mi vida ocurrirá.
La ingenuidad provinciana y la buena fe, de este Filósofo inicia, donde mueren la vanidad, el ego y el orgullo, como por arte de magia brota el oasis de la simplicidad, será que se necesita demasiada sabiduría… para ser tan simple y sencillo.
La ingenuidad provinciana y buena fe, que el viejo Filósofo posee, son aprendidas del inagotable tesoro de la sabiduría del pueblo, que me lleva a creer en mí mismo, a tener pasión en la búsqueda de mis sueños, son una inagotable fuerza de vida, que cada nuevo amanecer me conduce a reconocer que “Los milagros, son sólo consecuencia… ¡de atreverse a creer!”
La ingenuidad provinciana y la buena fe, me pareciese que en la linealidad de lo socialmente perfecto, algunos no las conocen y a otros les estorba, pero impulsan mi barca para que arribe al puerto de la intuición y el sentido común.
La ingenuidad provinciana y la buena fe, aligeran mi carga, me enseñan que es demasiado poco lo que puedo hacer sin ellas, me impulsan a atreverme a ser auténtico, simplemente me llenan de luz, ayudándome a conectarme con mi brújula interior.
La ingenuidad provinciana y la buena fe, abrazan la totalidad de mi ser, me ayudan a tener una relación viva y a conectar con mi vibrato original, que es el amor sin condición, a no abandonar mis luchas, a perseguir mis ideales, a encontrar el ¿para qué? de mi vida.
La ingenuidad provinciana y la buena fe, me protegen de la mala vibra que genera el mal sentido del humor, me enseñan que “a pesar de saber que en el mundo los diablos nunca andan sin cuernos y los locos sin cascabeles…” me alejan de la maldad, me conectan con la inocencia de mi niño interior, manteniéndome a salvo de ser impertinente, necio y hasta estúpido –como un borracho.
La ingenuidad provinciana y la buena fe, me ayudan a reacomodar en la carreta de la vida, dolores y alegrías, haberes y saberes, me auxilian para perdurar, para valorar el contenido y el continente de la vida, aprendiendo a fluir con el instinto que mi Padre DIOS me proveyó, haciendo que las cosas de la vida sean inmensamente cálidas, tan agradables, como fáciles, tan naturales como: respirar, amar, creer, soñar, tener ingenio y sonreír.
A propósito de ingenio y sonreír: “Se atribuye a Francisco de Quevedo y al rey Felipe IV, un debate sobre el valor de la disculpa. Mientras el monarca sostenía que cualquier ofensa, quedaba lavada por una disculpa; el escritor alegaba […que se requería que la disculpa estuviese llena de buena fe, porque] una disculpa deshonesta, cínica o mal planteada, podía resultar peor que el hecho por el que se pedía perdón.
El rey retó a Quevedo, –quien entonces fungía como su secretario–, a ofenderlo y encontrar una disculpa que resultase peor que el propio agravio. Apenas dio la vuelta, el poeta le puso las manos en las nalgas. No bien repuesto de la sorpresa, Felipe IV escuchó las siguientes palabras:
–– Perdón, señor… ¡PENSÉ QUE ERA LA REINA!”