Especial

Ramito de buganvilia

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Juan A. Morales

 

Pocas veces ha hecho tanto el calor como este domingo que refresca hasta las seis de la tarde, cuando las parejas llegan a bailar danzón y rondan el kiosco, entonces veo a una señora alta, de cabello cano en el que refulge una flor, no la elegante orquídea, sino un ramito solferino y humilde de buganvilia y, el corazón me da un vuelco al recordar, una fotografía color sepia en marco ovalado, donde Amelia y Evelia —de veintitantos— delgadas, sonrientes, de carnosos labios y una cascada escurriéndoles por la espalda, lucían blusas sin mangas ni tirantes y Evelia, la más joven, encajaban un ramito de buganvilia en la diadema de su hermana mayor, quien tenía fama de ser déspota, y esta adusta mujer, antigua dueña de la hacienda, se dirige hacia mí y su mirada me amedrenta, pienso huir, pero permanezco impávido y sudando frío.

Por aquellos años yo era su caporal y a diario, con disimulo veía la fotografía porque me atrapaba la coquetería de las mujeres, que se quedarían para vestir Santos y, no por falta de pretendientes, que tenían muchos, sino porque se dedicaron a cuidar a su madre enferma, vieja y viuda. Así que formaron con un club cerrado de mujeres solitarias, en el que Evelia disfrutaba de su estatus, pero Amalia renegaba tanto, que abrumó a su hermanita quien a la muerte de su madre, vendió ganado y huyó.

En el parque los niños gritan, corren, circundan el carrito de helados y saborean sus barquillos sabor café, porque el aroma que llega de los expendios los excita. La orquesta termina de afinar, las mujeres platican, se polvean la nariz, se arrellanan en la jardinera y despliegan sus abanicos, pues al cesar la lluvia aumentó el bochorno. Un hombre añoso lustra sus zapatos, se atusa el bigote y se apropia de la banca, pero la mujer de la buganvilia llega, le clava la mirada y el hombre abandona la banca, ella se sienta y me señala el espacio vacío. Aún tiene la mirada inquisidora y por alguna razón llega a mi mente la imagen de ella, rodeada de niños a los que compra helados, pero debo estar confundido porque ella odia a los niños y nunca concibió.

Amelia quedó al frente de la hacienda e hizo instalar en la sala de su casa, una “taquilla” y a través de ella, cada sábado pagaba a los trabajadores, entonces yo era su vigilante, pero me despreciaba porque me embelesaba con la fotografía de las hermanas, pues yo abrigaba la esperanza que Evelia regresara, por eso decidí irme a los Estados Unidos, hacer fortuna y ser merecedor de Evelia para buscarla. Estando allá, don Matías, el tío de ellas, me tenía al tanto por carta y yo le enviaba dinero para su trago. Así supe que Amelia vivía desesperada y que al cumplir cuarenta, apareció un gachupín oportunista, se casó con ella, despidió a los trabajadores, recluyó a la patrona y el “Güerito”, en dos años acabó con la heredad de las hermanas.

Los músicos inician con “Nereidas”, las mujeres dejan el chisme, despejan los pasillos, con elegancia hacen la “entrada” en el estribillo del danzón y desplazan los pies con gracia, sin salirse del ladrillo. El hombre que estaba en la banca arrastra los zapatos, acomoda su sombrero panameño y cabriolea a su pareja que ondea un ampón vestido, “palo de rosa”, escotado por la espalda hasta la cintura. No sé porque siento que ya viví esto. Me viene a la mente un día tres de noviembre, pero no recuerdo de qué año, ni sé por qué.

Veinte años duró la reclusión de Amelia, hace un año la vieron en misa de cuerpo presente de su marido y para evitar murmuraciones, compró el sosiego de la amante del güero y adoptó legalmente a un adolescente, del que su madre dijo <<Allá vivirá mejor>>. Eso me contó su avejentado tío en una carta  y dijo que pasado el trance volvió a enclaustrarse. La semana pasada salió a la calle, lo supe por un telegrama y regresé de inmediato para saber de su hermanita Evelia.

En el apogeo del baile voltea y sin saludarme señala una la pareja <<¿Quiénes son?>>, su proximidad me causa calosfrío —Magda, mi nieta —digo— baila con Jorge, su novio>> y me siento tocado por una ángel cuando sus fríos dedos rosan los míos. No doy importancia a esa niñería y sin verla pregunto —¿Y, Evelia? —Con agrio disimulo me recrimina oprimiendo mis dedos <<¡Testarudo. Sabes que es Marimacho!>> El silencio nos abruma, pienso en los cuarenta años que trabajé para tener capital y ser merecedor de Evelia y, cuando tuve dinero, la vida ya no tenía sentido para mí. Sonríe, se levanta, me saca a bailar y cuchichea <<¿Regresaste?>>, casi pierdo el paso, respiro profundo, recuerdo que hoy es dos de noviembre y me siento feliz, la veo radiante, hacemos un paseo con giro que resulta perfecto, como si tuviera calzado especial, la oprimo contra mi pecho y me pierdo en los trigales marchitos de su mirada, me agacho para ver sus zapatillas, pero nuestros pies descalzos, ni siquiera se posan en el suelo.

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