Romano Guardini
De Persona a Persona
Juan Pablo Rojas Texón
En sus “Apuntes para una autobiografía” Romano Guardini recuerda con cariño su intensa actividad como predicador durante los años que van de 1920 a 1943, cuyo propósito “era hacer resplandecer la verdad”. Para ello, se basó en el método “de arriba abajo”, que le condujo a la idea según la cual “el hombre sabe quién es en la medida en que se comprende a partir de Dios”; antes, claro, “debe saber quién es Dios y esto sólo lo sabe si acepta lo que Dios reveló acerca de sí” (QD, 160-1). La respuesta se halla en la primera Carta de san Juan: “Dios es amor” (4, 8). Guardini advierte ese amor desde la Creación, ya que en el principio Dios ‘mandó’ existir a las cosas, pero al hombre ‘lo llamó’ a la existencia por su nombre; al hacerlo así, lo volvió su ‘tú’ y, a la vez, le confirió la dignidad para dirigirse a Él como a un Tú. De ahí que la relación ‘yo-Tú’ constituya el ser profundo del hombre (MP, 123-4).
A ese llamado amoroso de Dios a la existencia hemos de responder, en primer lugar, con agradecimiento y, luego, mediante la creación de otras relaciones ‘yo-tú’ que originen un ‘encuentro’; negarse a este encuentro entre personas es darse la espalda uno mismo y, en consecuencia, darle la espalda a Dios: creador nuestro, omnipotente, eterno, fin de nuestra existencia. Vivir el encuentro es vivir el “estado de paraíso”, en unión con Dios, partidario de los grandes valores que elevan: el bien, lo verdadero, lo justo. En cambio, renunciar a las varias formas de encuentro es renunciar al paraíso, a todo intento de entrega desinteresada, a todo lazo comunitario. Si no nos abrimos al encuentro, enfermamos, nos desvinculamos del mundo, de nuestro hogar, de nuestro ser persona.
Un camino hacia el encuentro es el de las sensaciones; Guardini insistió mucho en el papel que juegan éstas para abrirnos al mundo. Por eso escribe: “Continuamente me miran tus ojos y yo vivo de tu mirada, Creador y Salvador mío” (OT, 28). Sin embargo, el medio esencial para establecer relaciones personales lo funda el lenguaje, que es “el ámbito de sentido en que todo hombre vive”. Así, “el hombre se encuentra esencialmente en diálogo” (MP, 107) por el solo hecho de que la palabra siempre va dirigida a un ‘tú’. Este carácter dialógico le viene al hombre como fruto de la llamada originaria del Dios amoroso y “la respuesta a la llamada consiste en que yo sea el que Él me llamó a ser y realice mi vida jugando el papel de ‘tú’ respecto a Él” (EC, 179) y a otros.
De este modo, una relación personal auténtica, al ser un espacio de proximidad y participación, promueve un amor auténtico que “nos impulsa hacia lo que hay de grande fuera; amplía el alcance de nuestra mirada y nuestra capacidad de admiración… nos lleva hacia los demás hombres y quiere que todo sea común” (CF, 67); como el del buen samaritano que, al ver a un desconocido tirado en el camino, desvalijado y medio muerto, lo curó y llevó a una posada para que le cuidaran (Lc 10, 30-7). Las relaciones personales hacen del otro un prójimo, en tanto se fraguan a partir del respeto a lo que cada uno es y establecen que unión no es fusión, sino un “campo de juego” en el que la propia identidad, lejos de perderse, se cimienta. Este campo de juego se llama comunidad y no es más que el reflejo en el mundo de un modelo perfectísimo que rige al universo entero: la Trinidad.
En palabras de Alfonso López Quintás, el más grande conocedor de la obra de Guardini, el modelo trinitario “nos insta e impulsa a pensar, sentir y querer abriéndonos a los demás por amor, para darles la vida y recibirla a su vez de ellos”.
Italiano de nacimiento, Guardini se formó más bien en Alemania, cuya nacionalidad terminó por adquirir para poder desempeñarse profesionalmente. Gozó fama de ser un excelente catedrático y predicador, aunque él nunca se sintiera seguro de ello. También padeció las estragos del nazismo, pero nunca flaqueó respecto a una convicción: ‘la verdad está donde hay amor y, para hallarlo, el mejor camino es la Iglesia’. La tarde del 30 de septiembre de 1968, estando en su casa de Múnich, presintió la muerte: se puso a orar en medio del silencio que tanto lo confortaba, se encomendó a Dios y, al día siguiente, a sus ochenta y tres años, se entregó a Él. Entre las líneas que engrosan el conjunto de sus homilías, conferencias y libros, cada una más hermosa y profunda que la anterior, leemos la siguiente, a manera de exhortación diaria: “Concédeme, Señor, que este día te agrade para que puedas decir esta noche, como en la tarde de tu Creación, que todo es bueno”.