SILVIA, UN CASO DE LA VIDA REAL
SILVIA, UN CASO DE LA VIDA REAL
Vicente Flores Hernández
Agencia Reforma
Ciudad de México 29 noviembre
2024.- Hace muchos años vino Silvia Pinal a comer a mi casa. De adolescente yo
ya la conocía porque era la madrastra de mi mejor amiga, en la época en que
ella estaba casada con Gustavo Alatriste; entonces, Gaby me platicaba del
guardarropa en su residencia del Pedregal de San Ángel, donde colgaban largos
abrigos de mink y chinchilla.
Alatriste era un productor y
empresario muy rico. Dueño, entre otras cosas, del hotel y de la mueblería
Francis, que estaban en Paseo de la Reforma. Alatriste no le negaba nada; la adoraba.
Mi amiga me decía que Pinal era la madrastra más buena y divertida del mundo y
que qué diferencia con Ariadna Walter, de la que su padre se acababa de
divorciar.
Gaby imitaba en todo a la
Pinal y me contaba que en la sala de su casa estaba el retrato que le había
pintado Diego Rivera en 1955. Las dos teníamos 15 años y nuestra máxima ilusión
era ser artistas de cine.
También yo quería ser como
Pinal, tener la misma cinturita, bailar cha-cha-chá, contar con unos hombros
redondos y tener una sonrisa irresistible.
Cuando veía sus películas
admiraba su gracia natural, su «ángel» y su desparpajo. Admiraba que
fuera tan femenina y tan coqueta. Atractiva como la encontraba, de alguna
manera Pinal me recordaba, cuando era joven, a la actriz italiana Silvana
Mangano, intérprete de la película Arroz Amargo, artista que le encantaba a mi
padre.
En 1995, cuando ya era yo
periodista y Pinal acababa de divorciarse del Gobernador de Tlaxcala Tulio
Hernández, nos reunimos en su casa, siempre en el Pedregal, para hablar de la
posibilidad de convertir en telenovela «Las Niñas Bien» (1985).
En esos años, Pinal tenía un
programa muy exitoso que se llamaba Mujer, Casos de la Vida Real, el cual
permaneció al aire 21 años. La producción que me proponía «trataría de mostrar
la frivolidad, lo poco patriotas, lo sacadólares de las esposas de los
políticos y de los empresarios millonarios».
No acepté la propuesta de
Pinal por temor a que hubieran desvirtuado mi libro. «Tenme confianza,
pondría a gente especializada para darle un tratamiento especial, que yo
escogería a las actrices, el vestuario y los diálogos, todo estaría bajo mi
control», me dijo con mucha seguridad. Me acuerdo que no me atrevía a
decirle que no a Pinal. La admiraba mucho, especialmente como actriz de sus
películas dirigidas por Luis Buñuel, de El Inocente, que hizo con Pedro
Infante, y otras. Entonces ya había sido senadora e integrante de la Asamblea
del Distrito Federal, en donde se ocupaba de la cultura.
Cinco años después, en agosto
de 2000, Pinal me llama por teléfono y me dice: «Invítame a comer a tu
casa». Así lo hice, encantada de recibirla en «petit comité».
Ese año aparecían prácticamente todos los días en la prensa notas en relación
con la orden de aprehensión en su contra por un presunto fraude genérico que
ascendía a 9.5 millones de pesos, que la actriz había realizado en su calidad
de presidente de la Asociación de Productores de Teatro (Protea). En ese tiempo
ella vivía en Miami y aparecía en la televisión muy angustiada, nerviosa y deprimida.
Era igualmente investigada por una defraudación calculada en 190 millones de
pesos. Alejandro Gertz Manero, que fue Secretario de Seguridad Pública del
Distrito Federal y ahora es el Fiscal General de la República, estaba detrás de
ella.
Cuando vi llegar a Pinal a mi
casa, me sorprendió y me dio mucho gusto, se veía mucho más joven que los 63
años que tenía entonces. Y a partir del momento en que las dos nos tomamos un
tequilita, ella me abrió su corazón y empezó a platicarme todos los sinsabores
que había tenido en su vida.
En primer lugar, lo que
padeció por la muerte de su hija Viridiana Alatriste, a los 19 años, el 25 de
octubre de 1982. «Me enteré cuando acababa de llegar de una fiesta, y
estaba vestida toda de rojo, así me fui a Gayosso y todo el mundo me miraba con
ojos de reproche. No entendían que no había tenido tiempo de cambiarme. Estaba
como una loca», me decía, con lágrimas en los ojos.
Después me habló del amor de
su vida, Gustavo Alatriste, que jamás la había abandonado y siempre procuraba
protegerla. «Fui muy feliz con Gustavo. Él fue el que me presentó a Luis
Buñuel y le pidió que me contratara. Gustavo era muy inteligente, guapísimo. La
que era insoportable era mi suegra, que vivía en Guadalajara». Mientras me
contaba todo lo anterior, la sentía muy humana, frágil e incluso sola. Era
evidente que necesitaba hablar con alguien.
Enseguida hablamos de sus
hijas, de la competencia que tenía con ellas, especialmente Sylvia Pasquel.
«Me imita en todo. Se viste y habla como yo. En el fondo, me tiene mucha
envidia. En cambio, Alejandra hace lo que puede: es muy creativa, llena de vida
y de proyectos. A veces sí me saca canas verdes». Cuando le advertí un
gesto de más amargura fue cuando me hablo de Enrique Guzmán, con quien se casó
en 1967.
«Antes de casarnos,
estábamos enamoradísimos. Un día, de plano estacionamos el coche en una de las
calles del Pedregal y empezamos a besarnos con tal pasión y excitación que de
pronto aparecieron dos motociclistas, que nos querían llevar a la cárcel por
faltas a la moral en la vía pública. Después de casarnos, Enrique comenzó a
pegarme. Era una violencia terrible. Yo sufría muchísimo. Me aguantaba porque
teníamos un programa de televisión con mucho éxito que se llamaba Silvia y
Enrique. Fue la peor época de mi vida…».
Esa tarde, Pinal me contó todo
acerca de sus problemas legales. Decía que todo era injusto, que Gertz era de
lo peor. «No sé qué voy a hacer, el caso es que ya no tengo dinero»,
repetía una y otra vez.
Nos despedimos sintiéndonos
muy cercanas. Ella se había convertido en el típico ejemplo de un caso de la
vida real de una mujer. No me queda más que decirle a nuestra estrella de cine
preferida, Silvia Pinal, descansa en paz.