Sin Aliento, 23 de mayo de 1953.
José Ramón Flores Viveros.
Si quieres seguir adelante ponte de pie.
Anónimo.
Antes que nada le agradezco mucho a mi amigo de toda la vida, Luis Montero Domínguez, es hermano mayor de Adrián con quien hice cumbre en el Cofre de Perote cuando teníamos 15 años, además lector de Cerca del Cielo. El detallazo de la revista, que amablemente me regalo, con un artículo de 2013, donde habla del sherpa Tenzing Norgay, quien hiciera cumbre más alta del planeta, el Everest el 23 de mayo de 1953 a las 11:30 de la mañana, Norgay había realizado ya seis intentos fallidos en el Everest, el primero en 1935. Cuando lo invitaron a la que sería su séptima expedición, se dijo a si mismo, “Conquistarlo o morir”, tenía 39 años y sabía perfectamente que era su última oportunidad. El camino había sido largo y pesado, además de que Chomolongma ya había cobrado muchas vidas de alpinistas. Por algo Hillary después de su deceso, victoriosos se refirió al Everest, “hemos vencido al bastardo”.
Aunque la gloria fue completa para Hillary y Norgay, es necesario reconocer que sin el trabajo de los alpinistas y sherpas que se fueron quedando en los campamentos anteriores, la hazaña no hubiera sido posible jamás. Es verdad que el carácter y fortaleza emocional de los alpinistas en el “techo” del mundo, no lo tiene cualquier ser humano, sin el trabajo que realizaron los miembros de la expedición, la victoria fue posible al trabajo colectivo. Por delante de Edmund y Norgay, los alpinistas y sherpas subieron paulatinamente provisiones y oxigeno convencional, además de ir esculpiendo con el piolet en el hielo- duro como el acero -, escalones. Una labor extenuante y desgastante hasta la muerte misma, les ahorraban ese martirio para que tuvieran energías en el tramo definitivo.
Norgay relata en que como parte de su preparación: “Me levantaba temprano y con una mochila llena de piedras a cuestas, hacía largas escaladas en los montes cercanos. No fumaba ni bebía y me abstenía de las fiestas que normalmente me gustan. Me pasaba el tiempo pensando, haciendo planes y concibiendo esperanzas sobre ese, mi séptimo viaje al Everest. Es ahora o nunca, me decía, porque ya tenía 39 años. Conquistarlo o morir. Se había fijado el primero de marzo para partir de Darjeelig. Un amigo me dio una bandera pequeña de la India para que la pusiera, dijo “en el lugar adecuado”. Y mi hija menor, Nima, me dio el cabo de un lápiz azul y rojo que había usado en la escuela, y que también prometo poner “en el lugar adecuado”, si Dios quería y era benévolo conmigo. El jefe de la expedición Británica el coronel John Hunt, al hacerle la invitación, le prometió, que- si estaba en buenas condiciones físicas- en la antesala de la cumbre, le daría la oportunidad de participar en el coronamiento. Hunt sabía de la capacidad insólita como porteador y alpinista del montañés nepalí.
Otra de las características fundamentales que deben tener los alpinistas de las grandes montañas, que representan verdaderos desafíos, por su altura y dificultades técnicas; es la humildad, recuerdo en lo particular y sin compararme, ni mucho menos con los vencedores del Himalaya, viví momentos de verdadera tensión y miedo, en México y en otro país, que además sentía vergüenza de mi mismo, por mi soberbia e ingratitud desplegada en mi vida diaria y de rutina en mi entorno social y familiar. La montaña es una maestra dura y enérgica, muy exigente, pero que también paga con oro puro, cuando el alpinista se atreve a enfrentarse a si mismo y a reconocer sus virtudes y miserias, a exorcizar sus demonios internos. Mi reconocimiento para Tom Bourdillon, George Lowe, Alfred Gregori, Charles Evans a los sherpas Da Namgyal y Ang Nyima, miembros de aquella expedición histórica que cubrió de ánimo festivo al mundo aquel 29 de mayo de 1953, a las 11:30 de la mañana. La oración que hizo Norgay en silencio en el techo del mundo fue: “Tuji che, Chomolungma. Estoy agradecido….”