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¿Sin corrupción en la 4T?

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¿Sin corrupción en la 4T?

Pepe Yunes

Diputado Federal

 

¿Quién cree, con toda sinceridad, que realmente se avanza en el combate a la corrupción? ¿Quién cree, en contra parte, que el tema de erradicar las prácticas corruptas en los procesos gubernamentales es una buena y noble intención personal del presidente de la República pero que, en los hechos De frente a la realidad, sólo ha sido un útil discurso propagandístico usado para ganarse simpatías entre la gente y lograr un posicionamiento político con un tema que naturalmente agravia e irrita a la población?

En nuestra experiencia cotidiana, ¿podemos afirmar que los funcionarios públicos ya no obtienen ventaja personal de su posición administrativa? ¿Se acabaron los moches y los enriquecimientos inexplicables? En nuestro día a día, a partir del año 2019, ¿dejamos de oír historias y de ver acciones relacionadas con hechos de corrupción?

Las anteriores interrogantes tienen sentido porque la corrupción representa un mal social desde cualquier ángulo. Si bien su origen está íntimamente asociado a la impunidad, sus efectos repercuten negativamente en las condiciones de vida de la mayoría de las personas. La corrupción contribuye a aumentar la desigualdad social, la inseguridad pública, la desvalorización del mérito como vehículo de superación personal y el incumplimiento de la ley.

Superar el círculo vicioso de la corrupción ocupa mucho más que la buena disposición –incluyendo los valores morales– del presidente en turno. Requiere un andamiaje institucional que limite los excesos de poder y castigue ejemplarmente las faltas y los delitos. Los órganos autónomos cumplen ese propósito cuando con independencia técnica otorgan licencias, concesiones o permisos, evitando así la discrecionalidad y el pago de favores políticos que anteriormente se señalaban como práctica corriente de la autoridad. Entonces, ¿por qué acometer contra los equilibrios institucionales?

El Sistema Nacional Anticorrupción coordina los esfuerzos entre instituciones federales y también entre los niveles de gobierno local y parte del supuesto de hacer pública la información contable gubernamental. La transparencia es un valor democrático ineludible. Sin transparencia, simplemente, la lucha contra la corrupción es demagogia. Máxima publicidad en las decisiones administrativas y en el manejo de los recursos fiscales es la mejor forma de atajar prácticas corruptas. ¿Lo están haciendo así los gobiernos de la 4T? Juzgue usted.

Apenas ayer, por decreto presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación, se restringe el acceso a la información relacionada con los expedientes técnicos y las asignaciones de la obra pública federal en materia “comunicaciones, telecomunicaciones, infraestructura, turismo”, por considerarlas de “interés público y seguridad nacional”. Jamás había sucedido algo parecido en los tiempos recientes. Esta acción refleja la enorme opacidad con la que se pretende ejercer el erario. Ocultar información concerniente a la obra pública va en contra de la transparencia, como también va contra combatir la corrupción, el hecho de burlar las licitaciones públicas en la adjudicación de obras y adquisiciones. Tan sólo en el primer semestre del presente año, más del 80% de los contratos gubernamentales se ejercieron por adjudicación directa, por un monto cercano a los 75 mil millones de pesos, incumpliendo el mandato constitucional de la licitación pública. Los ejercicios fiscales, de los dos años anteriores, no han sido la excepción. Replican las asignaciones directas de la obra pública e impiden el concurso entre los agentes económicos participantes, en medio de mucha oscuridad.

Así que, en los últimos años, para la actual administración federal, el combate a la corrupción sólo ha sido un discurso conveniente y una estrategia política. Ya analizaremos, en la próxima entrega, el resultado de la Cuenta Pública del 2019 y los más de 50 mil millones de pesos que no le cuadran en el balance al gobierno federal.