Sobre el poder político real
Linda Rubi Martínez Díaz
Hola amigos lectores, les saludo con el cariño de siempre. El trabajo del político es un arte más que una ciencia, pues aunque podemos pensar en una metodología de trabajo social que emule al método científico al estilo positivista, cuando se habla del ejercicio del poder, en el marco real de las diferentes tensiones entre actores sociales, con frecuencia nos vemos reducidos al método de ensayo y error, donde cada quien se enfrenta de acuerdo a sus posibilidades. Sin embargo, esta dinámica ya reflejada por Maquiavelo en el Renacimiento, lejos de parecer una lucha de estilo darwinista, se ha convertido en regla implícita y nos ha permitido explicar la acción política desde el poder real de los involucrados, originada a partir de la experiencia acumulativa y el cúmulo de una sólida preparación teórica, la que en general marca la diferencia entre el triunfo o el fracaso de ellos.
El poder real en general es representativo, alcanzando legitimidad precisamente en una persona o grupo que defiende los intereses de dicha totalidad. En este orden de ideas, no es difícil mostrar que la relación entre el empoderado y sus miembros está regida por una serie de valores, como el compromiso, el respeto y la honestidad en la palabra y en la acción. En este sentido, los viejos políticos están en una ventaja comparativa con respecto de quienes apenas incursionan, algo que ya desde la Atenas de Pericles se señaló y se priorizó (obviamente, salvo honrosas excepciones).
Acostumbrados a la idea historicista de progreso acumulativo y tendiendo hacia adelante, parece factible pensar que hoy en día la política se ha sofisticado, y que este arte se respeta por sobre otras presiones que la exceden, por ejemplo la violencia, el nepotismo, el clásico compadrazgo, o hasta el poder económico. Cuando la mayor parte del mundo tiene un sistema democrático, el poder se ha disgregado, lo cual es bueno porque la gente reconoce su capacidad de acción, pero a la vez la ha vuelto desorganizada. Y es precisamente en esta diseminación del poder cuando los que detentan un poder mayor, hacen uso de su fuerza de manera que excede la racionalidad, trayendo los viejos vicios que se creían superados.
Por desgracia, el quehacer político en la actualidad dista mucho de ser arte e incluso de buscar el bien común. No sólo en el ámbito internacional sino en nuestro propio país, ya no es extraño que los puestos ejecutivos clave en programas de gobierno e instituciones públicas se trafiquen con los amigos y los familiares, haciendo caso nulo a su experiencia e idoneidad. Peor aún, se usa la bandera de “hacer política” cuando lo que se revisa primero es el presupuesto de la dependencia con miras a incrementar la riqueza personal, sin tomar en cuenta los objetivos públicos.
El principal reto para nuestra democracia futura ya no es sólo otorgar poder a la gente, sino mostrarle las conveniencias de su organización. Sólo así se podrá derrumbar el espejismo de los falsos profetas con pies de barro.
Nos leemos la próxima, que Dios los bendiga.