Soy mecanógrafo
Por DANIEL BADILLO
¡En memoria de todas las mujeres
asesinadas en Veracruz!
Nunca me cansaré de decir que soy orgullosamente mecanógrafo e hijo de una extraordinaria taquimecanógrafa. Una mujer sin igual que sacó adelante a sus hijos, sola. Con el esfuerzo diario de su trabajo de 35 años en la Facultad de Ingeniería Mecánica Eléctrica de la Universidad Veracruzana. Mujer que desde niña sufrió carencias y pobreza extrema. Que nunca se amilanó y que a pesar de las circunstancias afrontó los desafíos con valentía y fortaleza como solo puede hacerlo una mamá soltera. Cómo recuerdo aquellos años de infancia cuando me sentaba en sus piernas y en una máquina de escribir me enseñó a conocer las teclas. Una a una. De izquierda a derecha. De arriba a abajo. El sonido de las teclas golpeando aquel rodillo era y sigue siendo sinfonía para mí. Admiraba y admiraré por siempre la destreza de sus manos. La bella danza de sus dedos dando forma a sus escritos. Línea a línea. Hoja a hoja. De ella aprendí a querer y a respetar las máquinas de escribir. Por eso soy, y lo digo nuevamente con orgullo, un mecanógrafo.
Cuánto agradezco a mi madre, Doña Virginia González Alarcón, por enseñarme a escribir en una máquina. Por vendarme los ojos para adivinar dónde estaba cada letra del teclado. A llenar mis manos con tinta de las cintas rojo y negro que cambiábamos cuando no pintaban. A verla sentada con los pies entrelazados “porque así te cansas menos”, me decía. Esa destreza me ha permitido llevar el sustento a casa. Me ha abierto las puertas de innumerables trabajos porque soy un mecanógrafo. Amo tanto a mi madre como a su vieja máquina de escribir. Si hablara, seguramente contaría las mañanas y tardes junto a ella; en aquel lugar tras la ventana de la Facultad de Ingeniería donde atendió a cientos, a miles quizás, de jóvenes universitarios que la saludaban con un “buenos días doña Vicky”.
En ese refugio de sueños y de anhelos estudiantiles, mi madre compartía el pan con mujeres igualmente especiales como ella. Ángeles y Charo. Sus dos grandes amigas y compañeras de trabajo. Se organizaban para llevar el desayuno. Un día una y al siguiente, la otra. Así durante años. Era un trío perfectamente coordinado. Capaz. Sensible ante los jóvenes que preguntaban por sus calificaciones ansiosos, sonrientes, etéreos. Lo digo sin rubor: cuánta envidia sentía de esas muchachas y muchachos que veían a mi madre casi a diario. Mi vocación me llevó a estudiar comunicación en mi maravillosa Universidad Veracruzana, lo que me hizo emigrar a Veracruz. De haber querido ser ingeniero, habría tenido la mayor alegría del mundo al verla allí, todos los días, sirviendo a la máxima institución educativa del estado.
A la distancia, los recuerdos hilvanan esta historia. Se nutren de suspiros por recordar a mi madre gigante y hermosa. Aquí mismo lo dicho en otras ocasiones: su ejemplo de rectitud y honestidad es el mayor patrimonio que me ha dado junto con la educación. Vale su peso en oro. Pero lo más valioso es su corazón. Un corazón que se da sin condiciones. Que la llevó a criar y levantar a sus sobrinos, igualmente huérfanos como yo. Un corazón que no se cansa de querer y de dar amor a todos. No soy ni remotamente un hijo a la altura de una madre como ella. Sin embargo, públicamente lo digo: le vivo y le viviré eternamente agradecido. Muchas gracias Vicky por ser mi madre.
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