SOY PORFIRIO
Rafael Rojas Colorado
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Lo recuerdo como si fuera hoy. Fue en el año de mil novecientos once. El calendario señalaba treinta y uno de mayo. Apenas seis días antes presenté mi renuncia al Congreso y ahora me disponía a partir hacia un país extraño a mi historia. No todo estaba perdido, mucha gente me lloraba y un pelotón militar me rindió honores con redobles de tambores y cornetas. Todos decían que era un hombre de hierro, pero lo cierto es que en ese momento el cuerpo se me estremecía cuan largo soy. Escuché el clarín que entona la “Dragona”, esa marcha que conduce hacia el ataque a la caballería, y me acerca aquellos escenarios bélicos, cuando en tierras oaxaqueñas y poblanas combatí al mal gobierno y expulsé con mi espada a los invasores extranjeros que profanaban el suelo patrio. Los baquetazos sobre el cuero del tambor y la musicalidad emitida por las cornetas te reviven lo que jamás podrás olvidar; aquella bala que se incrustó en una de mis costillas me derribó del caballo, pero el amor a la patria me hizo levantar y desbandar a los insurrectos. La evocación de grandes generales romanos y griegos me motivaba, pero la inspiración del suelo patrio me endurecía el alma haciéndome invencible. ¡Bravo Porfirio! ¡Vamos contigo al triunfo! Ese era el canto que me animaba.
Perdón por no decirlo antes, pero me llamo Porfirio. Esa fue la voluntad de doña Petrona Mori y del señor José Faustino Díaz. A ellos les debo la vida y el nacer en suelo oaxaqueño, esa tierra de barro que muy pronto te enseña que eres pobre. Tres de Diana, las baquetas asemejan al galope de la caballería atacando al enemigo. Qué años de sueños por forjar una patria que aún no aprendía a sobrevivir; dictaduras, ansias de poder, golpes de estado, inestabilidad económica y política… no faltaban los que deseaban que regresaran los españoles, porque no sabíamos vivir si el yugo.
De aquí puedo ver al buque que me alejará de mi México, ya se está acomodando en el muelle. Los honores continúan, me están colocando en el traje otra medalla, sé que es la última, qué emoción experimento, aunque hago esfuerzo por no derramar las lágrimas que desean asomarse por mis cansados ojos. Cómo no desear llorar cuando en este momento mi alma está acariciando mi infancia; aquellos años en la Antequera, en “El Mesón de la Soledad” y luego en “El Solar de Toronjo”. Qué esfuerzo de mi madre al enviudar para sacarnos adelante. Me dio un poco de estudio: el seminario, las artes y luego algo de leyes, pero dentro de mí hervía el llamado de la patria, sí, ella me necesitaba, todavía no lo entendía muy bien.
Veo en mi mente a don Benito, un paisano que también nació en la vil pobreza en San Pablo Guelatao, pero como lo dije antes: esa tierra áspera te obliga a respirar y Benito se templó en el bronce y llegó a dirigir la nación. Qué pensaría si me viera en estas circunstancias. Me protegió y después nos enfrentamos, su ejército me venció. Bueno, por cuántas peripecias ha pasado mi vida, hasta la de perder a mi esposa; cuánto dolor experimente. Jamás tuve temor alguno en la guerra, ni siquiera cuando huí del poder de Santa Ana; siempre fui una fiera salvaje desafiando el peligro en medio de la serranía. Hoy la vejez me ha debilitado, es la espiga con la que te castiga la vida.
Mi espada y mi valor los puse al servicio de Juárez y Zaragoza, pero poco a poco me di cuenta de que no era suficiente, que el país era un potro brioso y requería de un verdadero domador. En mi corazón iba naciendo el profundo amor a la patria, yo sería ese titán que se requería para conducir un pueblo que se desmoronaba.
Ahora veo a una banda de música que se está instalando frente al muelle. La bandera nacional se ondula en el aire, es una manera de expresarme en su silencio la gratitud por la lealtad que siempre le mostré, por cuánto la amo. Fueron más de tres décadas las que goberné a mi país. Acepto que fui duro, pero nunca un tirano. Fui el primero que en el Plan de la Noria gritó por la no reelección, quizá se diga que violé mi ideal, pero no fue así. Con Carmelita, mi nueva compañera, visualicé el horizonte de México y estaba todavía demasiado lejos. Requería de talento para la aplicación de las políticas, pero sobre todo se requería amar verdaderamente a este país para transformarlo en una nación encaminada al progreso. Esta fue la razón por la que me reelegí en varios periodos. Cómo entregar un trabajo encaminado a mi sucesor, seguramente no lo hubiera entendido y todo se hubiera caído a tierra. Yo hubiera gritado a los cuatro vientos mi amor a la patria, de saber que sería comprendido, mas no fue así. Derramé sangre, pero fue para darle vida a una nación que se hubiera muerto hace ya muchos años. Acerqué con mi trabajo el progreso y el mundo hoy se asomó a México.
En este momento me duele el alma. Muchos años de esfuerzo, de sacrifico, incluso del mismo pueblo que pagó un precio elevado para que yo consumara mi sueño, mas no mi ambición como se pregona. Pero mi vida es efímera, tan sólo una página más en la vida de México. Cuando muera espero que el fluir del tiempo me enjuicie, cuando ya no exista ninguno de los presentes, entonces será posible que alguien reconozca mi trabajo, y si el país se desmorona, a lo mejor en un futuro surja otro Porfirio Díaz para apaciguar las fuertes pasiones. Soy un anciano octogenario que emprende una nueva aventura. Voy hacia un país ajeno a mi historia; si me quedo, la muerte me acechará en todo momento.
Ya acomodaron la escalerilla del barco y comienzo a subir. ¡Oh, esas notas musicales que con armonía entona la banda! Son del vals “Sobre la Olas”. Cuántos recuerdos me acompañan, pero también me llevó en el alma a mi México, a él no lo dejaré jamás, él se va conmigo. El Ypiranga comienza a moverse rumbo a mar abierto, su sirena se escucha melancólica. Ahora percibo “Las golondrinas”, esa melodía que se entrega a los que se van para perderse en el horizonte y no vuelven jamás. En este momento ya me es imposible detener las lágrimas que empañan mis ojos y que se confunden con la brisa del mar. Se van perdiendo de mi vista los pañuelos que agitan mi despedida en el muelle y la humedad de mis ojos es incapaz de sofocar la llama de la revolución.