Especial

VI ODENSE

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Por Julio Contreras

En anterior comentario, me referí a la costumbre —hoy casi perdida— de la comunicación a través de la escritura de misivas o cartas, las mismas que causan una gran alegría al enviarlas y aún más al recibirlas. Esta mañana, la rutina se hace presente y después del suculento desayuno, camino rumbo a la oficina no sin antes admirar el circular de los autos cuyos conductores, sin respetar el uno por uno, corren para no llegar tarde a sus labores. Ya en mi despacho, utilizo la red, ojeo las noticias más relevantes y reviso la correspondencia. Encuentro la segunda entrega de mi hermana Elvia y con comodidad me ocupo de disfrutar la lectura. El título es seductor, mi imaginación vuela, y con esa razón, con el permiso de ustedes, comparto el relato:

ODENSE

Pues resulta que el hombre que hizo las delicias de muchos niños —y de sus papás— nació en Dinamarca. El pueblo se llama Odense y el hombre Hans Christian Andersen.

Odense está en la isla de Fiona y como la estación del tren estaba a tiro de piedra decidimos ir a visitarla. Bosques y praderas proporcionaron una verde quietud a nuestro viaje, en algún momento también “olimos el mar y sentimos el cielo” y cuando nos dimos cuenta ya había que bajarse. Caminamos siguiendo las huellas que ex profeso están allí para dirigir al visitante al casco de la ciudad vieja que en el siglo XIX era una de las más pobres. Calles angostas, casas bajas con techos de teja roja, paredes de colores brillantes, establos y huertas. Un museo al aire libre de un típico pueblo danés, que refleja la vida de sus habitantes en épocas pasadas. Ahí en ese suelo nació en 1805 nuestro cuentista.

Escritor, poeta y viajero, capaz  de hablar con las flores, los conejos y los peces; creador de amores y desamores en esas historias plenas de profundidad. Ceci recordó que Las Ropas del Emperador fue un regalo de su tío Ramiro y mucho rió con el personaje, sin darse cuenta sino mucho tiempo después del verdadero mensaje de la historia. La casa donde nació es pequeña de tres habitaciones y aún conserva la mesa de trabajo del padre —zapatero— los cajones que les servían de cama con sus colchones de paja, la gran estufa de fierro y algunos trastos de cocina. Su madre fue lavandera, al quedar viuda se hizo alcohólica y  la situación económica empeoró. El frío y el hambre fueron sus fieles compañeros de la infancia.

Expuestos en su museo están las primeras ediciones de sus cuentos, así como las traducciones a más de veinte lenguas; las de español estaban ahí en su rincón esperando a que yo las descubriera y me emocionara. Una excelente edición ilustrada de Pulgarcita, La Sirenita, etc. Sus maletas de cuero, paraguas y abrigo quietos al fin yacían en una vitrina junto con sus zapatos gastados, que por años  caminaron con su dueño por ciudades y montañas. Descubrimos también sus cuadernos, que de puño y letra guardan los secretos de sus aventuras. Retratos, dibujos, tijeras, nos acercaron al poeta muerto ya hace casi 150 años. Tratar de leer sus diarios fue divertido y aunque nada entendimos nos gustó estar ahí cerca de sus cosas que como Borges diría  “durarán más  allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido”.

 

Hasta la próxima.

Gracias hermana, seguiremos informando.

¡Ánimo ingao..!

Con el respeto de siempre Julio Contreras Díaz

 

 

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