“CAPUCCINOS, CONFESIONES Y EL SUSURRO DE GOLLUM”
“CAPUCCINOS, CONFESIONES Y EL SUSURRO DE GOLLUM”

Una tarde de viernes,
cuando el reloj apenas marcaba las seis y la ciudad se sacudía la prisa
laboral, el periodista encontró refugio en una mesa discreta de una vieja
cafetería en el centro de Coatepec. Afuera, una llovizna suave caía como si
anunciara el final de un ciclo. En la mesa, el aroma de dos capuchinos y un
lechero acompañaban el encuentro con sus fuentes. El ambiente, cálido, casi
fraterno, contrastaba con el peso de lo que estaba por revelarse.
En voz baja, casi como
si el aire pudiera traicionar la conversación, confirmaron las sospechas que el
periodista venía rumiando desde hacía semanas: uno de los equipos de campaña
que compite por la alcaldía había sido infiltrado por operadores foráneos. En
fechas recientes, con aires de grandeza y la soberbia de quien se cree
estratega de elite, presumieron su jugada entre los suyos como si fueran
autores de una maniobra maestra, sin medir el desprecio que generaron entre
quienes de verdad conocen y sienten a Coatepec.
Durante la campaña, esa
misma camarilla impuso un control asfixiante sobre los medios: limitaban el
tiempo de entrevistas, imponían temas, vetaban preguntas, exigían revisar el
material grabado y luego lo devolvían editado, con la orden de que sólo esa
versión debía circular. La persona encargada de la relación con la prensa
grababa sus propias tomas, dictaba cómo y dónde ubicar las cámaras manipulando
las tomas, «¡hasta exigía que en lugar del logotipo de cada medio apareciera
sólo el del candidato!» Todo estaba orquestado para fabricar una imagen
falsa, impoluta, como si el poder ya fuera suyo.
En medio de la lluvia
tenue, las fuentes soltaron otra bomba: en plena jornada, ese candidato había
dicho que el trato que dio a los medios durante su etapa como funcionario sería
el mismo si ganaba. No lo dijo con humildad, sino con desdén. Lejos de inspirar
confianza, se sintió como una amenaza disfrazada de cortesía. Tal vez en aquel
momento no le pasó por la mente que los periodistas recordaban su política de
puertas cerradas, su indiferencia.
La charla tomó un rumbo
más oscuro cuando salió a relucir un intento burdo por replicar las
transmisiones de su principal adversario. Sabían con antelación los contenidos
y los temas. Mientras uno hablaba de desarrollo económico o del pulso de su
equipo, minutos después aparecían ellos intentando calcar el mensaje, con
sutiles variaciones, como ladrones de discurso que buscan disfrazar el plagio.
La conversación giró
hacia un episodio revelador: la candidata de otro partido quiso saludar al
puntero en las encuestas, y desde el equipo contrario, según dejaron entrever,
coordinaron tomas desde diferentes ángulos en el parque Miguel Hidalgo para
crear un montaje que alimentara una ofensiva mediática. No les importó cruzar
líneas personales. «Lo importante es restarle puntos a él», decían.
En voz baja, casi como
una confesión de guerra, comentan en su círculo rojo que el objetivo real es
aspirar a un par de regidurías, pero su apuesta es hacer el mayor daño posible,
jugando sucio, intentando confundir a la opinión pública. «La idea es que,
si no ganan limpiamente, al menos que parezca que sí», brotó el
comentario.
Y aunque muchos callan,
cada vez son más los que —sin que se les pida— se acercan a contar lo mismo.
Comunidades enteras señalan lo que pasa, con nombres, con pruebas, con el
hartazgo de quien ya no quiere ser cómplice de la simulación.
Sabían de antemano que
nunca tuvieron ni una remota posibilidad de ganar el corazón del pueblo. En su
intento por acortar distancias, se alejaron más de la meta.
Y fue en los minutos
difusos del café frío y las tazas vacías que el periodista pensó: ese candidato
que presume haber infiltrado a los suyos ha escuchado demasiado el susurro de
Gollum: «Mi tesoro, mi precioso. Lo queremos, lo necesitamos. Ellos nos lo
han robado. Esos engañosos hobbits guindas». Lo revelador, lo patológico,
es que con cada acto deja ver que lo ha pensado en serio.