Ars ScribendiPLUMAS DE COATEPEC

CASA AMARILLA

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CASA AMARILLA



ARS SCRIBENDI

Esta historia nace en esas besanas de matas de café divididas por anchas veredas. Esas frondosas fincas las conocían como: “El Deseo”. Así fueron llamadas por muchos años, hasta que un día cambió su nombre por el de “Casa Amarilla” porque en ese punto se estableció una estación de la línea de autobuses Azteca, hasta nuestros días predomina este nombre.

            A un costado de la carretera, se extiende una vereda que se interna en lo más hondo de la campiña, pero a una distancia de quinientos metros aproximadamente, se veía una modesta y pequeña casa a orilla de la melga grande, su estructura constaba de una sala, una recamara y cocina, techo de lámina de zinc, tenía un corredor en el que acomodaban un sinfín de plantas, la decoraba las sillas, una mesa, el bracero, lavadero, metate, comal de barro, estaba pintada de amarillo –no es la misma que está a orilla de carretera–.

En esa vivienda formó su hogar el señor Pedro Texon Robles y la señora Inocencia Martínez Castillo, Se trataba de un matrimonio dedicado a las tareas del campo, ese fue su medio de vida y las circunstancias los acercaron a ese espacio campirano. El matrimonio procreo cinco hijas, la primera en venir al mundo la llamaron Sofía y fue la bendición de ese matrimonio, pronto vio la luz la segunda hija, la bautizaron con el nombre de Juana, poca era la diferencia entre ellas, en menos que canta un gallo ya estaba la tercera, Hilda pasaba a engrosar a la familia, después llegó Marta y dos años más tarde, la más pequeña a la que llamaron Elena.

            La modesta casa contaba con una pequeña e improvisada caballería, porque don Pedro tenía un caballo para las tareas del campo, lo llamaba “El Moro”, pero como el cuadrúpedo tenía en la frente una mancha parecida a una estrella, Sofía le decía “Lucero”. Doña Inocencia gustaba de las gallinas, llegó a tener seiscientas aves, además, gallos, totoles, patos y marranos y en la cocina preparaba sabrosa comida campirana para su esposo e hijas.

            Esa finca era propiedad de la familia, en su suelo sembraban matas de café, pomarrosa, guayaba, naranjos de injertas, colipas, de sangre, tardías, de azúcar, jobos, cacao y zapote blanco. Las muchachas disfrutaban de cierta felicidad y libertad en esa vida campestre donde el bullicio del pueblo estaba ausente. la finca vecina se conocía con el nombre “El Jobo”.

            A una distancia de trecientos metros, el señor Reginaldo Falcón que era patrón de don Pedro, tenía una finca con una galera, en tiempos de cosecha de café, llegaba gente de tierras lejanas para cortar el grano cereza, allí se quedaba a vivir mientras duraba la cosecha.

Cierta ocasión desde Villa Aldama, llegó don Artemio Rodríguez, su esposa de nombre Piedad Figueroa, sus hijos: Roberto, Margarita, Rosa, Roberta, Raúl y Cristina, se arraigaron en esa galera por largos años y con ellas compartieron su infancia las hijas de don Pedro y doña Inocencia.

            Doña Inocencia se acompañaba de su hija mayor para ir al molino a moler su nixtamal todavía en la penumbra de la mañana, el molino se ubicaba en Alborada, muy lejos de Casa Amarilla, caminaban a lo largo de la carretera que ese tiempo que mediaba el siglo XX estaba cubierta de chapapote. Años después, a un kilómetro de Casa Amarilla abrieron un nuevo molino, los dueños fueron don Julio Contreras y su esposa María que el tiempo perdió su apellido, también trabajadores de don Reginaldo Falcón.

            Tenían otro vecino que vivía más alejado, en una finca en la que levantó su jacal, se llamaba Diego Hernández, su esposa Piedad, no se recuerda ya su apellido, fueron buenos amigos de la familia de don Pedro y de la de don Artemio, se rumoraba que procrearon veintiún hijos, no se los puedo asegurar.

            Don Pedro tenía un radio acumulador, en el escuchaban canciones de esa época del romanticismo y algunas novelas de moda como, “Las tres esposas”, “Semillas de odio” y “El ojo de vidrio”.

En esas fincas en las que se respiraba el aire puro y la libertad tenía alas de mariposa, fueron muy felices esas muchachas, nada las perturbaba, si acaso una llamada de atención de sus padres. Gustaban juguetear el agua del arroyo, lo llamaban “El Robadero”, porque cuando crecía arrasaba todo lo que estaba en sus orillas, pero formaba parte de ese paisaje risueño que embelesaba a quienes lo visitaban. En las noches de luna llena gustaban mirar y ver correr esas aguas plateadas que deslizaba el romántico arroyito. Las chamacas acostumbraban en sus juegos preparar café en olla, hacer tamales, comer pan y columpiarse, dejando volar la inocencia infantil por medio de risas y alegrías que nada saben de la maldad del mundo, ellas parecían flores silvestres nacidas en esa húmeda tierra en las que el soplo del viento les acariciaba la tez.

            Cuando recibían la visita de la tía Julia o la tía Linda, hermanas de don Pedro, les llevaban revistas para leer, haciendo énfasis en “Vidas ejemplares” argumentando que serían de ayuda en la formación moral de las chamacas y otras que estaban en boga.

            Estos son algunos recuerdos de la familia Texon-Martínez, en los años que el destino los condujo a radicar en esos vergeles llamados El Deseo y Casa Amarilla.

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

De esta familia solo sobreviven dos hermanas, Martha y Elena.